sábado, 19 de julio de 2014

José Martí: variaciones en tiempo de actualidad

Hay una dimensión, o pilar, del pensamiento de Martí que no puede pasarse por alto, y que tiene para nosotros un significado vital: la ética. En él fue, mucho más que de ciencia, cuestión de conciencia y actitud. La decisión de echar la suerte con los pobres de la tierra no fue para él una consigna, sino la definición de un modo de vivir, y, en particular, de asumir la política.

Luis Toledo Sande* / Cubadebate

"Martí", de José Luis Fariñas
Se nos convoca, propósito nada menudo, a ver cómo el legado de José Martí puede iluminarnos en nuestra realidad de hoy. En estos apuntes —ordenados según surgieron, ad líbitum, para seguir el tino musical anunciado en el título— no busco ser exhaustivo, ni rozar originalidad alguna. Incluso en asuntos que haya tratado en otras páginas, eludo autorreferencias, y cuando quizás pudiera apuntar algo original, tampoco empleo acotaciones del tipo de “a mi entender” o “según mi modesto juicio”, frecuentes en intervenciones que no están mal por recrear verdades sabidas, sino por presentarlas como si fueran descubrimientos.

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Uno de los mayores “problemas” que ocasiona José Martí, y marcan el modo como se asume su legado, es su grandeza. Tanto ingenuos como pícaros, y tendenciosos de toda índole, han querido o siguen intentando arrimar a su sardina el fuego del héroe. No pocas veces se trata de maniobras dolosas, pero a menudo el procedimiento se inscribe en el camino de las buenas intenciones.

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Para hacer justicia a la aspiración de equidad que caracterizó al héroe, no hay que presentarlo como un socialista o comunista inconfeso. Su pensamiento y, sobre todo, su conducta son fuentes vivas para quienes de veras se planteen defender la justicia social y echar su suerte con los pobres de la tierra, ser uno de ellos. Por eso tampoco debe pretender ninguna persona o institución honrada utilizarlo contra reales o supuestos igualitarismos.

Los límites entre campañas de esa índole y la renuncia al ideal justiciero pueden ser, o son, borrosos, y Martí en uno de sus apuntes desbordó la cuestión llamada racial y afirmó: “así se va, por la ciencia verdadera, a la equidad humana: mientras que lo otro es ir, por la ciencia superficial, a la justificación de la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la de la tiranía”. No poco habría que añadir sobre su pensamiento al respecto y, en particular, sobre su relación con las ciencias, pero se requeriría un espacio mucho mayor.

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Quizás entre los textos de Martí que más lecturas deficientes han sufrido sobresalga el discurso del 26 de noviembre de 1891, conocido como “Con todos, y para el bien de todos”. Durante la República neocolonial se usó politiqueramente, y —para devaluar la razón moral del héroe y privilegiar la razón instrumental propia del positivismo y el pragmatismo— en fecha cercana algún neoautonomista ha dicho que Martí aspiraba a una totalidad imposible.

El discurso conocido como “Los pinos nuevos”, que pronunció al día siguiente de aquel, es más abarcador. Con la imagen titular definió a quienes, cualquiera que fuese su edad, abrazaban un proyecto que se erguía por entre los errores y los reveses del pasado como por entre un pinar devastado por el fuego lo hacía el racimo gozoso de pinos sobrevivientes o nacidos de las cenizas. En contraposición, “Con todos, y para el bien de todos” tal vez sea su texto más excluyente, no porque él lo quisiera, sino porque, desde los cimientos de la fundación del Partido Revolucionario Cubano, señaló fuerzas que se autoexcluían de la brega independentista o buscaban que esta no lograra un triunfo de radicalidad y alcance bastantes para transformar de veras el país.

A esas fuerzas se refirió al desmentir a quienes propalaban miedos que se hacían depender de “las tribulaciones de la guerra”, o del supuesto peligro que representaban “el que más ha sufrido en Cuba por la privación de la libertad” (el “negro generoso”, el “hermano negro”), y el español honrado. La andanada martiana alcanzó, sigue alcanzando, a quienes el orador llamó lindoros, olimpos de pisapel y alzacolas. Unos y otros recuerdan a los sensatos patricios —anexionistas o autonomistas— que repudió en El Diablo Cojuelo, de 1969, y en la víspera de su caída en combate llamó celestinos, porque preferían “un amo, yanqui o español” que les asegurase sus privilegios y despreciaban a “la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.

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Entre su comienzo y su final, unitarios, ese discurso lo recorre el enfrentamiento a quienes se autoexcluían de la revolución. El orador no obedecía puntillismos de índole académica: fijaba una visión que sigue siendo clave para interpretar el rumbo y el destino de la nación. No está el horno para pastelitos de ingenuidad, aunque los voceros conscientes o inconscientes de la llamada desideologización pretendan otra cosa. Esa tendencia, promovida al servicio de un pretenso pensamiento único, y calzada por la desmovilización de gran parte de las izquierdas del planeta, no consiste en eliminar la ideología, sino en desmontar toda expresión ideológica revolucionaria y sustituirla por la ideología que calzan la pasividad y la resignación convenientes a las fuerzas imperiales, que no descansan en la defensa de sus intereses.

Para Cuba, invitada de distintos modos y desde diferentes plazas de la ideología imperial a una totalidad acrítica, el asunto es de la mayor envergadura. Hay contradicciones que resolver, y no pocas de ellas tienen en su centro la escisión producida a partir de 1959, migración o permanencia en el país por medio. Aunque odiosas, las comparaciones pueden ser útiles como recurso para el conocimiento. A diferencia de otros casos, como la España de la República asesinada, en Cuba después de aquel año se quedaron los revolucionarios, a quienes tocó y sigue tocando enfrentar la hostilidad imperial, mientras que, sobre todo en los primeros años después de aquel hito, el núcleo más influyente o distintivo de la emigración lo formaron los beneficiarios y defensores de la tiranía derrocada.

Con financiamiento del imperio, las cúpulas de esas fuerzas han hecho de la contrarrevolución un negocio altamente lucrativo, mientras que los revolucionarios, si lo son de veras, se distinguen por hacer de la vida un hecho moral, o por intentarlo, y debido a las virtudes y a las insuficiencias que sean, no parecen especialmente dotados para los negocios. En general —y ello debe llamar a profunda meditación—, no cosechan los recursos indispensables para competir en inversiones y ganancias, de las cuales se pueden ver excluidos. Quizás tengan habilidad de negociantes algunos que, amparados por su poder y por el silencio de la prensa, pueden convertirse en futuras mafias victoriosas.

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La gran transformación experimentada por la humanidad desde su surgimiento y a lo largo de las eras puede considerarse interminable, o, al menos —para decirlo con versos del “Soneto de la fidelidad”, de Vinícius de Moraes—, será infinita mientras dure. Pero para ello debe existir su único soporte posibe, la especie humana, y esta, que no siempre valida su proclamada condición de exponente más alto de la inteligencia, tampoco pinta para ser eterna. Y basta una ojeada a la historia para sostener que los tramos de sacudimientos nombrados revoluciones no son eternos, aunque lo generado en ellos siga presente o repercuta de distintos modos, quién sabe hasta cuándo, en los tiempos que les suceden.

En eso último se piensa al recordar un texto publicado en Patria el 5 de abril de 1894, en el cual Martí dio cabida explícita a la posibilidad de que la guerra revolucionaria que él preparaba fracasara. Lo hizo con la mesura de quien desafiaba graves obstáculos para fraguar una contienda necesaria, y no debía permitirse ningún gesto que lo hiciera comparable con el miedo a la guerra y el derrotismo propalados por otros. Desde el título, “Crece”, el autor calificó la brega revolucionaria que él mismo orientaba, tarea en la cual no podía sucumbir al pesimismo. Por ello empezó con estas afirmaciones: “La revolución se salva. Le faltaba tesis y orden, y ya tiene una y otro. Se conoce, y obra. Lo primero es conocerse; porque sin fin fijo y viable, y sin medios correspondientes a él, solo se echan a andar los ambiciosos, esos grandes criminales,—y los locos”. Había que afrontar con lucidez los escollos, empezando por los internos.

Lo que faltaba por hacer en Cuba no es precisamente lo que está por hacerse hoy, pero las perspectivas del revolucionario en quien Fidel Castro ha visto un “guía eterno de nuestro pueblo” aportan lecciones válidas para todos los tiempos. En el centro conceptual de aquel artículo expresó: “La ciencia, en las cosas de los pueblos, no es el ahitar el cañón de la pluma de digestos extraños, y remedios de otras sociedades y países, sino estudiar, a pecho de hombre, los elementos, ásperos o lisos, del país, y acomodar al fin humano del bienestar en el decoro los elementos peculiares de la patria, por métodos que convengan a su estado, y puedan fungir sin choque dentro de él. Lo demás es yerba seca y pedantería”.

Abrazaba la realidad por lo más complejo: “De esta ciencia, estricta e implacable—y menos socorrida por más difícil—de esta ciencia pobre y dolorosa, menos brillante y asequible que la copiadiza e imitada, surge en Cuba, por la hostilidad incurable y creciente de sus elementos, y la opresión del elemento propio y apto por el elemento extraño e inepto, la revolución. Así lo saben todos, y lo confiesan”.

Nada se presentaba como un paseo. Estaba por delante el nudo gordiano de los desafíos: “En lo que cabe duda es en la posibilidad de la revolución”, escribió, para añadir: “Eso es lo de hombres: hacerla posible. Eso es el deber patrio de hoy, y el verdadero y único deber científico en la sociedad cubana. Si se intenta honradamente, y no se puede, bien está, aunque ruede por tierra el corazón desengañado: pero rodaría contento, porque así tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana”.

Tenía en cuenta la inmediatez concreta; pero, lejos de atenerse al empirismo propio de pragmáticos, la sometía a indagación de largo alcance: “Las sociedades mueren o viven conforme a su composición y a sus antecedentes: si se salen de ellas, si viven siglos enteros fuera de su armonía natural, y de la obra ineludible, por penosa que sea, de su propio desarrollo, al cabo de siglos reaparecen, cuando se pudre el cuerpo ajeno que viciaron, y recomienzan la labor interrumpida. Ni hombres ni pueblos pueden rehuir la obra de desarrollarse por sí,—de costearse el paso por el mundo. En este mundo, todos, pueblos y hombres, hemos de pagar el pasaje”.

La seriedad de sus preocupaciones la confirma el hecho de que apenas doce días después publicó, en el mismo Patria, el artículo “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, que, desde el subtítulo, “El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en América”, ratificó la grandeza de los propósitos y la gravedad de los escollos que el proyecto cubano tenía en un medio complicado por el naciente imperialismo estadounidense. No es casual que en “Crece” previera el revés como una posibilidad que no cabía conjurar ignorando la realidad con entusiasmos pasajeros o ciegos llamados al sacrificio colectivo.

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En su lealtad a una tradición combativa alimentada decisivamente por el legado de Martí, Cuba estuvo cerca de lograr sobre el colonialismo español un triunfo que le arrebató en 1898 la intervención con que el gobierno de los Estados Unidos sustituyó a España en la dominación del país antillano. Afincada en dicha tradición, la victoria de 1959 puso fin al dominio neocolonial impuesto por la potencia del Norte, y abrió el camino para rendir un profundo homenaje práctico al ideal justiciero, de equidad, que Martí le dejó como parte de su herencia política y ética.

En un mundo dominado por el capitalismo imperialista, máxime tras la debacle del llamado socialismo real, Cuba no abandonó la aspiración de construir un socialismo verdadero. Se convirtió así en una digna anomalía sistémica, o se ratificó como tal. No es fortuito que ese hecho le haya granjeado una empecinada hostilidad por parte del imperio y sus aliados, y a la vez le haya valido la admiración de los pueblos del mundo.

Hoy, a pesar de los replanteamientos vividos por varios pueblos en nuestra América, y de la crisis sistémica del capitalismo, este conserva un poderío que le permite imponer su llamado “pensamiento único”, no solo con su poderío económico y militar, sino también con los grandes recursos mediáticos que dan apoyo a sus armas y su economía. En esas circunstancias Cuba necesita replanteamientos —económicos, pero la economía no se mueve sola en ninguna comarca de este mundo— que le permitan sobrevivir y crecer, y lograr un funcionamiento válido para que la población tenga una vida más amable.

Para algunos, ese es el camino por donde llegar a ser un “país normal”, o dicho de otro modo, para dejar de ser la anomalía sistémica que la ha honrado ser. Algo semejante se puede oír no solo en ámbitos como el de la reciente reunión, en Miami, de grupos contrarrevolucionarios interesados en facilitar el advenimiento de la Cuba que, según ellos, “queremos todos”. El reclamo de que Cuba se vuelva “normal” se oye incluso en lares mucho más cercanos.

Frente a ilusiones de tal corte se han levantado numerosas voces, y algunas están representadas en este encuentro. Contra los fantasmas también hallamos aliento en Martí, quien en “Crece”, luego de decir que la revolución ya tenía tesis y orden, y se conocía y obraba, añadió: “Era ambiente la revolución, y hoy es plan. Era un sentimiento inútil y cómodo: como corona de adelfas era, y de laurel, que no hay derecho a arrancarse de la frente para sazonar, con sus hojas ensangrentadas, la olla de la comodidad: ¡infeliz, en la memoria de los hombres, quien eche el laurel en la olla!” Cuidemos el nuestro.

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Martí, quien no desconocía peligros, ni se arrodillaba ante ellos, plasmó en “Con todos, y para el bien de todos” previó, o ya veía, obstáculos como este: “Por supuesto que se nos echarán atrás los petimetres de la política, que olvidan cómo es necesario contar con lo que no se puede suprimir,—y que se pondrá a refunfuñar el patriotismo de polvos de arroz, so pretexto de que los pueblos, en el sudor de la creación, no dan siempre olor de clavellina. ¿Y qué le hemos de hacer? ¡Sin los gusanos que fabrican la tierra no podrían hacerse palacios suntuosos! En la verdad hay que entrar con la camisa al codo, como entra en la res el carnicero. Todo lo verdadero es santo, aunque no huela a clavellina”.

Esas palabras, ¿no recuerdan aquello de “la verdad es revolucionaria”? No lo dijo un menchevique torpe ni un perestroiko ebrio, sino un bolchevique sabio, aunque no tan recordado, que no idealizaba la realidad pero sabía insoslayable contar con ella, sin sometérsele blandamente, para poder transformarla. Por su parte, Martí sabía necesario distinguir entre lo verdadero y lo aparente, entre la atmósfera y el subsuelo, y, en la fragua de un nuevo proyecto revolucionario para Cuba, en aquel discurso advirtió claramente contra “la mano de la colonia que no dejará a su hora de venírsenos encima, disfrazada con el guante de la república. ¡Y cuidado, cubanos, que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural! A todo el que venga a pedir poder, cubanos, hay que decirle a la luz, donde se vea la mano bien: ¿mano o guante?”

No pretendía purezas inalcanzables ni convertir la cordura en parálisis. Por eso añadió: “Pero no hay que temer en verdad, ni hay que regañar. Eso mismo que hemos de combatir, eso mismo nos es necesario. Tan necesario es a los pueblos lo que sujeta como lo que empuja”. Había que contar con todo, pero no otorgar a todo el mismo espacio ni iguales derechos. Mano era mano, y guante era guante. Así sigue siendo hoy, y ha de saberse, para evitar desviaciones y sorpresas costosas. Es necesario saber qué entiende cada quien por normalizar, pues “la norma” hace tiempo que la impone el capitalismo, como se debe saber qué entiende cada quien por actualizar, cuando el Meridiano de Greenwich de la economía mundial pasa por el capitalismo. No es cuestión de palabras, pero tampoco se debe ignorar su importancia como representación de significados.

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A menudo se cita el criterio plasmado por Martí en la carta del 10 de abril de 1895, desde Cabo Haitiano, a Benjamín Guerra y Gonzalo de Quesada, sus colaboradores en la delegación del Partido Revolucionario Cubano, en Nueva York. Se trasladaba hacia Cuba, donde el 24 de febrero había comenzado la contienda armada, y escribió: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento”. En lo más directo se refería al papel que debía desempeñar y estaba desempeñando ya el Manifiesto de Montecristi, pero la idea, que no era nueva en él, desbordaba ese campo referencial.

En su Lectura del 24 de enero de 1880 en el Steck Hall neoyorquino, braceando entre el ser y el deber ser, insistió en que la revolución había pasado de ser una revolución de la cólera a serlo de la reflexión. No es un grito aislado el de “Nuestra América”, ensayo publicado a inicios de 1891 y en el cual él —que preparaba una guerra, no meramente una hermosa metáfora de la lucha— sostuvo: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”.

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No es aleatorio que, por lo menos desde 1889, intentara fundar un periódico para la revolución. No lo consiguió hasta que el 14 de marzo de 1892 circuló el número inicial de Patria, antes de proclamarse el Partido Revolucionario Cubano. Como se ha dicho, esa antelación le permitía plantearse que el periódico no se limitara a ser el órgano de aquel cuerpo político, el cual, público y clandestino a la vez, y con seria responsabilidad ante el concierto o desconcierto mundial, se regiría por sus propias normas de funcionamiento, y no tendría en su totalidad, ni acaso en su promedio, la radicalidad ideológica que Patria podía defender libremente como soldado y vocero de la revolución.

Se han hecho valiosos estudios sobre el periodismo de José Martí, y quizás todavía esté por verse plenamente el alcance de una práctica informativa que, promovida y en gran parte protagonizada por él —no solo en la prensa, sino también en discursos y en cartas, y en conversaciones diarias—, no se esterilizó silenciada por la discreción que la guerra exigía. Algunos de los mayores secretos de su plan revolucionario no tardaron en hacerse públicos contra su voluntad. Los Estatutos secretos del Partido, por ejemplo, fueron muy pronto publicados por Enrique Trujillo, tal vez enemigo político embozado, o, cuando menos, caricatura de un Salieri minado por la envidia. Y el plan de enviar armas a Cuba por el puerto de Fernandina lo descubrió un colaborador indiscreto, o traidor, para conveniencia de los Estados Unidos y de España.

A pesar de todo, la conspiración revolucionaria, bien hecha, prosperó, y el levantamiento del 24 de Febrero estalló, no en todas las localidades previstas, pero sí en varias, aunque una errónea tradición le dio el nombre de una sola. Todavía el Código de trabajo que recientemente aprobó la Asamblea Nacional y se lee en la Gaceta Oficial de la República de Cuba, reconoce entre las conmemoraciones nacionales de carácter oficial aquella efeméride, que ese texto denomina Grito de Baire. Nuestra televisión y otros medios repiten asiduamente el mismo error, perpetuado probablemente en áreas de la docencia. Pero la simultaenidad del alzamiento no fue hecho menudo ni casual, sino opción de profundas implicaciones tácticas y estratégicas.

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El periodismo de Martí sigue siendo un modelo no superado en un país donde va para años que se combaten, con llamamientos que merecerían mayor éxito, síndromes de silencio y secretismos que han llegado a niveles imprudentes de prudencia. Esa realidad recuerda versos de Garcilaso de la Vega: “¡Oh, más dura que mármol a mis quejas/ y al encendido fuego en que me quemo […]!” Romper la pétrea barrera no es cuestión de gusto profesional, sino de vida o muerte, para cumplir con una verdad que Martí definió y ya fue citada en estas notas: “Lo primero es conocerse; porque sin fin fijo y viable, y sin medios correspondientes a él, solo se echan a andar los ambiciosos, esos grandes criminales,—y los locos”.

La población necesita estar informada, para saber cómo actuar, y hasta para alimentar ideas y esperanzas. No es homogénea la población, ni hay que idealizarla, pero mal informada no será mejor. Si se ven señales de cansancio, piénsese que cuando un héroe de estirpe martiana, el Che, negó el derecho a cansarse, se refería a la vanguardia, no a la población común. Martí, luego de decir que “Ser bueno es el único modo de ser dichoso” y “Ser culto es el único modo de ser libre”, añadió: “Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno”.

Él, ejemplo de austeridad y sacrificio que los más fieles al proyecto estarían dispuestos a seguir, no identificaba prosperidad con opulencia, y comprendía que la generalidad de las personas —“lo común de la naturaleza humana”, dijo— desean una vida materialmente decorosa, y la necesitan para no buscarla por caminos inmorales. Incluso quienes tengan la decisión de defender las más elevadas aspiraciones colectivas, deben tener claras y firmes las ideas con que fortalecer sus trincheras, y esas ideas se nutren de la información, y de la prueba de la verdad, o se debilitan sin ellas.

Es justo aplaudir cuanta buena información se dé, por ejemplo, sobre un proyecto como el grandioso fomentado en el puerto de Mariel, y es necesario que se vean en la vida diaria de la población los buenos frutos esperados de él. Otros proyectos bien intencionados no han traído lo que el país esperaba y merecía, y el de Mariel suma a su importancia económica un particular significado simbólico. Es preciso velar para que por allí le entren a la nación, al pueblo trabajador, los beneficios necesarios, y que no reingrese en la patria todo lo malo que creíamos salido en 1980 por aquel puerto.

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No hay que confundir información con sobrecarga de datos parcializados, ni creer que se honra a Martí con meras y abundantes citas de su obra, descontextualizadas. No se trata de renunciar a textos fundamentales y alumbradores que además proporcionan el goce estético de la mejor escritura; pero, más que citarlos o glosarlos, la aspiración debe ser aprender de ellos, de las ideas que el autor plasmó y refrendó con su vida, no solo con su muerte. Más productivo que buscar complaciente aprobación en sus escritos, sería indagar en qué nos impugna, aunque la realidad no nos permita hoy actuar como él habría querido.

En general, ni él ni su pueblo merecen que en torno a su obra se genere sobresaturación con una propaganda textual desmedulada o cansona. Por eso —y ruego que se me perdone repetir algo que he contado en otros textos—, cuando hace algunos años, al final de una conferencia, alguien me preguntó qué sugería para estimular la necesaria y placentera lectura de la obra martiana, dije: prohibirla. Claro que eso sería inaceptable, pero lo dije pensando en la pasión generada en torno a autores y obras que se han incluido en índices de interdicción que solo ha servido para promoverlos. Ojalá una pasión similar a esa estimulara hoy, amorosamente, el conocimiento del legado de Martí, y, para no ir más lejos, del marxismo, hoy poco mencionado.

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Hay una dimensión, o pilar, del pensamiento de Martí que no puede pasarse por alto, y que tiene para nosotros un significado vital: la ética. En él fue, mucho más que de ciencia, cuestión de conciencia y actitud. Podrían citarse numerosas pruebas de ello, pero basta su sólido criterio de que servir a la patria, sacrificarse por ella, no da ningún derecho especial sobre ella ni sobre sus recursos. La decisión de echar la suerte con los pobres de la tierra no fue para él una consigna, sino la definición de un modo de vivir, y, en particular, de asumir la política. Lo ratificó en la manera como vivió y como se encargó de poner límites institucionales a la autoridad —que recaería en él por limpia elección— del máximo dirigente, con cargo de delegado, del Partido que él mismo fundó.

Ese Partido se constituyó para asegurar, junto con la independencia de Cuba, otros fines fundamentales llamados a sentar las bases de la república futura, para la cual urgía “fundar un pueblo nuevo y de sincera democracia”, como se lee en sus Bases. Era natural que, en la guerra preparada por esa organización política, el héroe se mostrase aprensivo con lo que pudiera parecerle indicio de ostentación, de opulencia, aunque fuera la silla de montar sobre la cual un héroe formidable luchaba por la patria y moriría por ella.

La austeridad de Martí expresaba su lealtad a los principios que defendía, y era parte de su capacidad de sacrificio, que para él no representaba una condena, sino un acto volitivo consciente. De ahí que, “en el pórtico de un gran deber”, le expresara a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal: “Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”. Va más allá de lo contingente el hecho de que su carta póstuma a Manuel Mercado —testamentaria en tantos órdenes, incluida su ética— se interrumpiera en la palabra honestidad.

Su legado vale también para informar la nueva lucha contra bandidos a que está llamado el país: el enfrentamiento a la corrupción y a los corruptos. En esa realidad reverdecen los versos en que un discípulo moral del Apóstol pidió “una carga para matar bribones,/ para acabar la obra de las revoluciones”. Esa era y sigue siendo una meta indispensable para “cumplir el sueño de mármol de Martí”.

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Cardinal fue, o es, la actitud del Maestro en relación con las fuentes de pensamiento a su alcance, y con sus maestros inspiradores. Fue un lector voraz, y pensaba que si “Napoleón nació en una alfombra donde estaba la guerra de Europa”, él debió haber nacido “sobre una pila de libros”. Pero asimismo escribió: “el libro que más me interesa es el de la vida, que es también el más difícil de leer, y el que más se ha de consultar en todo lo que se refiere a la política, que al fin y al cabo es el arte de asegurar al hombre el goce de sus facultades naturales en el bienestar de la existencia”.

Muchos textos le serían útiles, pero su grandeza estuvo en la capacidad creativa, en el poder de buscar y hallar respuestas raigales para la realidad a la cual se enfrentaba. Pensar por sí propio era, para él, el primer deber de un ser humano, y lo cumplió señeramente. De ahí la dificultad con que han tropezado los intentos de hallarle ubicación, o clasificarlo, en una corriente de pensamiento determinada. Su actitud crítica la mostró asimismo ante sus grandes inspiradores, aunque fuera Simón Bolívar, su mayor maestro americano.

En 1893, en el centro de su discurso de homenaje al Libertador por el aniversario 110 de su nacimiento, situó entre grandes elogios lo que entendía necesario superar del maestro. Apreciaba que este “no pudo, por no tenerla en el redaño, ni venirle del hábito ni de la casta, conocer la fuerza moderadora del alma popular”. El fiel continuador procuraba que se entendiera con precisión lo que la herencia de Bolívar —que tenía, y tiene, mucho que hacer en América y no solo en ella— podía seguir aportando al independentismo y a la transformación en nuestros pueblos, y qué correspondía plantearse, a finales del sigloIX y hacia el futuro, en una revolución profundamente popular.

Su actitud crítica devalúa desde la base cierta lectura que a menudo se ha hecho de “Tres héroes”, semblanza incluida como escudo y brújula en el número inicial de La Edad de Oro, julio de 1889. Refiriéndose especialmente a Bolívar, sostuvo que “el sol tiene manchas” y “quema con la misma luz con que calienta”, y “los hombres no pueden ser más perfectos que el sol”. Frente a eso expresó que “los desagradecidos no hablan más de las manchas”, pero, en contraposición, añadió: “los agradecidos hablan de la luz”. No dijo que ven o deben ver solamente la luz. Lo que proponía no era incondicionalidad, sino lealtad reflexiva, sin la cual ninguna causa digna estará del todo bien defendida.

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Es mucho lo que en cada una de las presentes notas se podría añadir, y muchas las notas que faltan para un esbozo que pudiera estimarse mínimamente completo de lo que Martí representa para nosotros. Su pensamiento y su palabra deberían servirnos, entre otros fines que debemos alcanzar, para no seguir satanizando el concepto de república, lo que habitualmente se hace cuando se le regala el rótulo la República a la Cuba de 1902 a 1958, y se contrapone a ella la Revolución, aunque la Cuba revolucionaria sigue siendo república y como tal debe perfeccionarse, para lo que debe cultivar una civilidad que parece perderse.

Si se quisiera ser exhaustivo, no pararíamos de señalar cuánto nos enseña Martí. Ni palabra sin esencia ni detalle banal hay en una obra signada por la trascendencia. Una coma puede tener significado especial. Como todo autor, tenía sus preferencias y se permitía opciones estilísticas que pueden gustarnos más o menos. Así, por ejemplo, en el cierre de uno de los grandes poemas de Versos libres se lee: “Sólo el amor, engendra melodías”, imagen que asimiló Silvio Rodríguez en la canción que afirma: “sólo el amor engendra la maravilla”.

El poema de Martí figura en un libro que no llegó a depurar totalmente para su edición, por lo cual caben dudas puntillosas. Pero él tenía en general un prodigioso y fundacional dominio del idioma. Para algunos puristas, la coma en el verso citado sería comparable con la que usó en una afirmación hecha en un texto revisado por él y publicado en su cercanía física: “El carácter de la Revista Venezolana”, donde se lee algo que de distintos modos planteó en varios escritos: “Hacer, es la mejor manera de decir”.

Lecturas puristas, y a veces descuidadas, suprimen la coma; pero ¿es que la pausa que ella pide no le da al verbo hacer la doble función de reclamo imperativo y de protagonista del predicado que le sigue? Es como si después de la convocatoria, hacer, en la que se siente incluso un énfasis exclamativo, se añadiera una oración donde ese verbo puede ser a la vez sujeto implícito, para evitar una repetición indeseable, en un contexto donde cabría percibir el siguiente mensaje: “¡hacer!, esa la mejor manera de decir”?

Es apenas una propuesta, basada en el reconocimiento de la importancia de los signos de puntuación para Martí. Sobre ellos esbozó un sistema propio, personal, impracticable tal vez, pero revelador del cuidado con que los asumía y es indispensable tener en cuenta al interpretar sus textos. Desde lo más profundo de su legado, de su ejemplo vital, nos llama a hacer, y a hacer bien, porque esa es la mejor manera de decir.


* Intervención en el panel que, sobre el tema José Martí y la Revolución Cubana hoy, sesionó el 10 de julio de 2014 en la Casa Cultural del ALBA de La Habana, organizado por el programa FLACSO-Cuba en su ciclo Balcón Latinoamericano

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