sábado, 4 de agosto de 2012

Chile: Los peligros de pensar

Desde las demandas históricas del pueblo mapuche -cuya lucha ejemplar e indomable causa admiración-, hasta las sorprendentes acciones de los deudores habitacionales en los centros urbanos, la protesta social anuncia que la paciencia y la resignación han llegado a su fin.

Manuel Cabieses Donoso / Revista Punto Final

El pueblo chileno en la jornada de
 protesta del pasado 28 de junio.
Cuando un pueblo comienza a pensar su presente y a discutir su futuro, el sistema de dominación se pone a temblar: es un síntoma claro que vienen grandes cambios en la sociedad. Eso es lo que está sucediendo en Chile. El pueblo ha comenzado a reflexionar. Empieza a mirar cara a cara su realidad, sin intermediarios ni vendedores de espejismos. Aunque todavía no es una categórica y organizada mayoría, son cada día más los sectores que logran sustraerse al embrujo de la tarjeta de crédito y escapar a la dictadura ideológica de la televisión comercial.

El artífice de este cambio -que va ganando terreno- es la protesta social, que comenzó con los “pingüinos” y que más tarde resurgió en Magallanes. La protesta desató el año pasado las movilizaciones de estudiantes universitarios y secundarios más grandes que registra la historia del país. La ira, fruto del pensamiento que hurga en la realidad, se rebeló también en Aysén, Freirina, Pelequén y Coronel, y detona casi a diario en el campo y en las ciudades, motivada por los reclamos más diversos.

Desde las demandas históricas del pueblo mapuche -cuya lucha ejemplar e indomable causa admiración-, hasta las sorprendentes acciones de los deudores habitacionales en los centros urbanos, la protesta social anuncia que la paciencia y la resignación han llegado a su fin. Ya no son válidas las intermediaciones políticas. La humillación y el dolor acumulados durante años, incuban un ¡ya no más! que se expresa dramático en el calvario que tiene lugar en los consultorios, postas y hospitales, incapaces -por más esfuerzos que hagan sus funcionarios- de entregar la atención de salud que necesitan niños y ancianos. Así también ocurre con las humillantes condiciones del transporte público en Santiago -“¡nos tratan como animales!” es el grito crispado de multitudes atascadas en el Metro, y en la superficie lo repiten miles de hombres y mujeres que pierden gran parte del día esperando movilizarse en el Transantiago-.

A la creciente protesta social se une la exigencia de los trabajadores de un salario mínimo que permita ir emparejando la desigualdad. El sindicalismo, sin embargo, es el sector que aparece más retrasado en este proceso de recuperar la identidad luchadora que lleva adelante el resto del pueblo. Es probable que se deba a la extrema facilidad con que el empresariado puede hoy castigar con la cesantía a trabajadores “alborotadores”. Pero esa relativa pasividad tiene también su origen en la grave ofensa a la dignidad e independencia de la clase trabajadora que constituye el maridaje de la CUT con el empresariado. La “Declaración de voluntades” que las directivas de la CUT y la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC) dieron a conocer en marzo, es uno de los episodios más sucios en la historia de la CUT y, sin duda, un tremendo factor de desaliento y confusión para los trabajadores.

La protesta social necesita mostrar todavía mucha más fuerza para imponer sus exigencias, que pueden resumirse en más democracia y más igualdad. Hacia allá apunta la magnífica movilización de los estudiantes universitarios y secundarios del jueves 28 de junio. Fue una vibrante demostración de que el movimiento estudiantil no sólo no ha perdido fuerza, sino por el contrario, ahora articula a nivel nacional a la mayoría de los alumnos de la educación pública y privada. Revela también el ejemplar proceso de maduración colectiva que produce la protesta social. En este caso lo representan las cinco exigencias fundamentales que el movimiento estudiantil universitario y secundario hace al gobierno y al Parlamento (ver págs. 8 y 9 de esta edición). El documento merece ser conocido por millones de ciudadanos, porque permite comprender que la crisis de la educación guarda estrecha relación con las demás manifestaciones de la crisis institucional, política, cultural y social que vive Chile.

Se trata de un país escindido por la desigualdad, donde la clase dominante se atrinchera en sus privilegios mediante una tupida red en que la mercantilización de las relaciones sociales está garantizada por los instrumentos de coerción del Estado. Los intereses privados -mientras más cuantiosos más influyentes- han desplazado al bien común de la naturaleza y estructura del Estado y de su Constitución Política. La desigualdad ha adquirido carta de ciudadanía y es el eje rector de la sociedad chilena.

El verdadero poder no radica en las instituciones del Estado sino en la CPC y los gremios empresariales que representan a la minería, el comercio, la agricultura, la industria, la construcción y los bancos e instituciones financieras. Basta ver cómo el presidente de la República y sus ministros de Hacienda y Economía han debido dar todo tipo de seguridades a la CPC sobre reforma tributaria, salario mínimo, flexibilidad laboral, etc., primero en sus propias oficinas y luego al conjunto de los gremios empresariales en La Moneda. El gran empresariado no parece estar contento con el desempeño del empresario Piñera como gobernante. Sus medios de comunicación -que son casi todos- traslucen una crítica persistente al gobierno. Lo acusan de debilidad e ineptitud que han permitido que aflore la crisis institucional que la Concertación mantenía más o menos a raya a través de la cooptación clientelar de sus partidos, sindicatos y organizaciones sociales.

Por eso no sería extraño que en las próximas elecciones presidenciales el empresariado entregara su apoyo a la candidatura de la Concertación. Sin embargo, ya es tarde para “comprar” la paz social que necesita la explotación capitalista. La crisis del sistema seguirá avanzando porque no tiene solución en los estrechos marcos del Estado actual. Lo demuestra la profundidad propositiva del documento de los estudiantes. Sus cinco exigencias fundamentales abarcan el conjunto de la desigualdad y la ausencia de participación democrática de los ciudadanos. Solucionarlo significarían un cambio social y político profundo, que sólo puede intentarlo una alternativa popular, democrática y socialista. Hay que jugarse a esa opción de esperanza.

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