sábado, 28 de mayo de 2011

Honduras y Centroamérica, dos años después del golpe

Para el expresidente Manuel Zelaya y el Frente Nacional de Resistencia Popular, la tarea política que les espera por delante es enorme y entraña no pocos riesgos: entre ellos, desgraciadamente, el de exponer su propia vida en la refundación del país. Porque los golpistas seguirán velando sus armas, a la sombra de la impunidad, dispuestos a garantizarse que nada cambie en Honduras.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

El regreso del expresidente Manuel Zelaya Rosales a Honduras, gracias a la mediación de los gobiernos de Colombia y Venezuela plasmada en el Acuerdo de Cartagena, cierra una etapa de la crisis política hondureña iniciada con el golpe de Estado de junio de 2009, y cuyo balance arroja un saldo negativo para los expectativas democráticas, emancipadoras y liberadoras de los pueblos centroamericanos, en general.

El secuestro y posterior exilio de un presidente constitucional (en estas latitudes, la redundancia es necesaria), enviado a Costa Rica sin más posesiones que su ropa de dormir; instituciones políticas y jurídicas que hacen causa común con los militares (cuyo jefe es declarado “héroe nacional” de Honduras); las católicas bendiciones del cardenal Rodríguez Maradiaga –aspirante a pontífice de Roma-, y todo lo ocurrido después: desde el fallido acuerdo de San José –maniobra dilatoria del Departamento de Estado de EE.UU-, a la sangrienta represión contra periodistas y dirigentes populares, son imágenes que retratan con suficiente exactitud la precariedad democrática que impera en nuestra región. Democracias formales y de baja intensidad, en las que que reviven viejos fantasmas políticos y militares, apenas ocultos en los libros de historia centroamericana y en las frecuentes invocaciones –rayanas en el ritual- del espíritu de los acuerdos de paz.

Sería ingenuo pensar que el Acuerdo de Cartagena aporte alguna solución a este escenario de crisis mayor en Centroamérica; tampoco sanará mágicamente las heridas abiertas en la sociedad hondureña, ni las inmensas carencias políticas e institucionales que impiden la construcción de democracia real.

Sin embargo, también es preciso reconocer que el regreso de Zelaya y su integración a la lucha política desde el Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP), constituye su reconocimiento –por el que han pagado un alto precio- como actores legítimos en la compleja situación que vive el país. Se abre así un nuevo período cuyos rumbos y escenarios a mediano plazo son todavía inciertos.

Honduras es hoy un país mucho más enfermo que hace dos años: el presidente Porfirio Lobo lucha contra su aislamiento de la comunidad internacional, donde no pocos gobiernos mantienen su posición de no reconocimiento, dado el origen espurio de su mandato; mientras tanto, EE.UU, tras su disimulo inicial, aprovechó el golpe de Estado para instalar dos nuevas bases militares y proyectar aún más sus intereses geoestratégicos en Centroamérica y el Caribe. Y a lo interno, el acelerado deterioro de los indicadores de desarrollo humano; los serios problemas económicos (solo la deuda interna aumentó $800 millones de dólares en el último año), y un estado generalizado de violencia, represión, asesinatos selectivos y desapariciones, condicionan gravemente el futuro de su pueblo.

Para Zelaya y el FNRP, movimiento al que con toda justicia Carlos Figueroa Ibarra califica como la más importante organización de resistencia antineoliberal de Centroamérica, la tarea política que les espera por delante es enorme y entraña no pocos riesgos: entre ellos, desgraciadamente, el de exponer su propia vida en la refundación del país. Porque los golpistas políticos, militares, religiosos y empresariales seguirán velando sus armas, a la sombra de la impunidad, dispuestos a garantizarse que nada cambie en Honduras.

Para el resto de Centroamérica, la situación no es mejor. De aquella leve y auspiciosa corriente política de entusiasmo, que recorría nuestra región al presenciar los triunfos electorales de dos históricos frentes de liberación nacional en Nicaragua y El Salvador, y el acercamiento constructivo de la región con los procesos progresistas de América del Sur, queda ya muy poco. En su lugar, se imponen la contraofensiva de la derecha criolla y las presiones –públicas o veladas- de las legaciones diplomáticas norteamericanas; la criminalidad desbordada y el narcotráfico; la pobreza y la desigualdad estructurales.

La Centroamérica profunda de nuestros días es un manojo de pueblos tristes y abatidos por un presente abrumador, pero que todavía mantiene enormes reservas de esperanza. Nos queda el deber de levantar esa bandera, de resistir y luchar por hacer de la nuestra una realidad cualitativamente distinta. Nos queda el deber de construir, contra todos los pronósticos, aquello que cantó, de manera hermosa, el recientemente fallecido poeta hondureño Roberto Sosa: “un puente interminable hacia la dignidad, / para que pasen,/ uno por uno, / los hombres humillados de la Tierra". Un puente para que pasen los hombres y mujeres humillados de esta dolorosa tierra centroamericana.

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