sábado, 9 de enero de 2010

Exorcismo

Vivimos hoy un tiempo que es el fin de otros tiempos. Y en una circunstancia así, no es sano, ni es útil, dejarse arrastrar por los vicios de la polémica al uso entre nuestros políticos cuando se trata de temas como el del fracaso de la Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático en Copenhague.
Guillermo Castro H. / Especial para CON NUESTRA AMÉRICA
Desde Ciudad de Panamá

A medida que la crisis global se prolonga y se torna más compleja, el diablo recupera espacios que la razón ocupaba apenas ayer. El miedo, ya no la esperanza, pasa a ser el sentimiento dominante, y el razonamiento cede su lugar a la satanización. De ello da ejemplo el artículo “Ocaso de la Teología de la Liberación”, de Samuel Gregg, Director de Investigaciones del Acton Institute, distribuido por la agencia AIPE y publicado el 3 de enero de 2010 en El Panamá América.
El título puede resultar atractivo, pero el artículo no hace mucho más que invocar pronunciamientos del Papa Benedicto XVI – de reconocida trayectoria como adversario de la Teología de la Liberación – para descalificar a los pensadores y las ideas más características de la misma, reduciéndolos a “un grupo de edad avanzada y con cada día menor influencia en la Iglesia católica”, que alguna vez fueron “considerados como la vanguardia”. Y como argumento final, señala que, de acuerdo a la revista Economist, “países como Brasil, que en una época eran el epicentro de la teología de la liberación, se han superado, logrando que millones de habitantes salgan de la extrema pobreza.”
Si bien nada de esto es nuevo, la publicación recoge algunos comentarios de lectores que le dan un atractivo refrescante. Uno advierte a los lectores que el Acton Institute “promueve, detrás de la religión católica, la libre empresa sin cortapisas, o sea, el rambocapitalismo”; otro recuerda que el Presidente Lula, de Brasil, se formó en el marco de un sindicalismo activamente promovido y apoyado por esa teología, lo que ayuda a entender el compromiso de su gobierno en la lucha contra la pobreza. Pero el más atractivo, sin duda, proviene del lector que, tras señalar que “la teología de la liberación es anticristiana porque promueve el enfrentamiento y odio entre pobres y ricos, en lugar de promover el amor entre las personas independientemente que sean pobres o ricos”, añade que sus teólogos sustituían a Cristo “por Marx, Fidel, Lenin y otros ateos comunistas” y, ante su fracaso, “se están refugiando ahora en el ecologismo radical.”
No cabe duda del aporte de la teología de la liberación al ambientalismo latinoamericano. La obra de Leonardo Boff, por ejemplo, ha contribuido de manera decisiva a crear y consolidar en este ambientalismo un perfil ético que ha sido decisivo en su capacidad para resistirse a las tentaciones de la búsqueda de soluciones puramente tecnológicas a los problemas ambientales. Pero ni de esos se trata en estos tiempos, sino más bien de que la civilización creada por los humanos a lo largo de los últimos cuatrocientos años ha venido a quedar en la situación del ídolo con el que soñó Nabucodonosor en el Libro de Daniel:
“La cabeza de la estatua era de oro puro; el pecho y los brazos de plata; el vientre y los muslos de bronce; las piernas de hierro y una parte de los pies era de hierro y la otra de barro. Mientras estaba mirando, de un monte se desprendió una piedra, sin que nadie la empujara, y vino a dar contra los pies de la estatua y los destrozó. En un momento, el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro quedaron todos convertidos en polvo, como el que se ve en verano cuando se trilla el trigo, y el viento se lo llevó sin dejar el menor rastro. Pero la piedra que dio contra la estatua se convirtió en una gran montaña que ocupó toda la tierra”. (Daniel, 2, 31-35)
No es el caso elaborar aquí sobre este símil. Baste decir que el ídolo que hemos creado depende de una base de sustentación natural cada vez más debilitada por el abuso de que ha sido objeto, y bien puede quedar convertido en polvo bajo el impacto de la crisis creada por ese abuso. En este sentido, vivimos hoy un tiempo que es el fin de otros tiempos. Y en una circunstancia así, no es sano, ni es útil, dejarse arrastrar por los vicios de la polémica al uso entre nuestros políticos cuando se trata de temas como el del fracaso de la Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático en Copenhague.
Hay que entender ese fracaso más allá de sí mismo, poniéndolo en este contexto de cambio de épocas. En esa perspectiva, por ejemplo, comparar lo ocurrido en Copenhague con los resultados de Rio 92, que abordó una temática mucho más amplia y compleja, aunque quizás menos urgente.
La diferencia no puede ser mayor. Rio 92, en un clima de celebración y compromiso, produjo un acuerdo básico de consenso entre gobernantes y gobernados, sintetizado en documentos como la Carta de la Tierra y la Agenda XXI. Copenhague, en medio de enfrentamientos de los participantes entre sí, y de la policía danesa con las organizaciones ambientalistas, produjo dos documentos no sólo distintos, sino antagónicos: la declaración del grupo de los mayores responsables del problema, y la del Klimaforum.
Rio dejó una sensación de avance. Copenhague deja una muy distinta. Para unos, al menos no hubo retroceso; para otros, como en Macbeth, se ha llegado a la mitad del lago de la sangre, donde da lo mismo retroceder que seguir adelante, y para otros más el retroceso es tan evidente como imparable. En todo caso, parece evidente el colapso del sistema internacional como mecanismo de mediación y construcción de consenso.
En tiempos así, la desesperación es la peor de las consejeras, y la búsqueda de chivos expiatorios se convierte en la táctica favorita para eludir realidades... y responsabilidades. Lo planteado a cada uno, y a todos los campos de la actividad humana, es el desafío de la pertinencia. Y esto incluye naturalmente a la historia ambiental, en sí misma como en sus relaciones con el conjunto de la cultura nueva que ya emerge al calor de la descomposición de aquella otra, aún vigente pero cuya creciente irrelevancia se hace manifiesta en el hecho de que abunda en respuestas tanto como carece de preguntas.
Quizás hayamos entrado ya, sin darnos cuenta, a una nueva fase en la historia del sistema mundial, en la que pasamos de la relación bilateral entre lo "nacional" y lo "internacional", a otra, de carácter múltiple y más complejo, entre lo "local" y lo "global". Quizás, también, sean lo glocal y lo complejo - y ya no las categorías correspondientes a las dicotomías simples de antaño entre ciencias duras y blandas, etc.- lo que defina el ámbito de la historia ambiental en un mundo en el que, finalmente, la historia ambiental sea la historia a secas, como lleguen a serlo también la educación ambiental, la economía ambiental y la política ambiental que conocemos hoy.

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