sábado, 28 de noviembre de 2009

Tanto dar vueltas para llegar a lo mismo

Hacia allá van los Micheletti hondureños, hacia la profundización de la confrontación que no podrán acallar sino con más y más represión; y dejarán un rastro de muertos y dolor que, después, deja marcas indelebles en las mentes y los corazones de los que, por desgracia, tenemos que vivir baja la férula de su macabras maquinaciones.
Rafael Cuevas Molina /Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
Como perro que se busca la cola, los Estados Unidos y sus amigos latinoamericanos dieron vueltas y vueltas con lo del golpe de Estado en Honduras, tratando de despistar, hasta llegar a lo de siempre, a lo que estamos tan acostumbrados.
El domingo 29 hay elecciones en ese país y ya Perú, Panamá, los Estados Unidos y la democrática Costa Rica dijeron que reconocerán a quien resulte electo. Era lo que se había planeado desde el principio, lo que sabían que sería el final de esta opereta tropical, pero que vinieron escondiendo con pases de prestidigitación circense.
Ponen las bases de un período de inestabilidad, enfrentamiento y violencia que no terminará en el domingo de las elecciones. Los Micheletti y compañía están sembrando las tempestades que otras oligarquías centroamericanas sembraron en sus respectivos países en su momento y en circunstancias similares:
  • En Guatemala, cuando en 1954 oligarcas “nacionales” y norteamericanos derribaron al gobierno democrático y constitucional de Jacobo Árbenz Guzmán, instauraron la conflictividad política que marcaría toda la segunda mitad del siglo XX, y que alcanzaría su cénit en las políticas de tierra arrasada y guerra de baja intensidad que el Ejército guatemalteco tuvo que utilizar para reprimir la sublevación de los más pobres entre los pobres en la década de 1980.
  • En El Salvador, cuando a raíz del ascenso de la lucha de masas dirigida por el Partido Comunista en el marco de la crisis de 1929, el dictador Hernández Martínez acabó con la vida de entre 10,000 y 30,000 campesinos, lo que derivó en una conflictividad no resuelta, que llevó a la guerra civil de la década de 1980, en la que miles de salvadoreños fueron asesinados por las hordas militares.
  • En Nicaragua, donde la protesta nacionalista del general de hombres libres, Augusto César Sandino, impulsó un movimiento de resistencia frente a la invasión yanki prohijada por los grupos dominantes nicaragüenses, conjuntados en los partidos Liberal y Conservador; levantó las banderas del nacionalismo latinoamericanista y abogó por una sociedad en la que, lo sabía, “solo los obreros y campesinos” irían hasta el fin. Asesinaron a Sandino y pusieron a vigilar, desde su tronera en la laguna de Tiscapa, a Somoza, y nada se resolvió sino hasta cuando las huestes victoriosas del FSLN entraron en Managua en julio de 1979.

Hacia allá van los Micheletti hondureños, hacia la profundización de la confrontación que no podrán acallar sino con más y más represión; y dejarán un rastro de muertos y dolor que, después, deja marcas indelebles en las mentes y los corazones de los que, por desgracia, tenemos que vivir baja la férula de su macabras maquinaciones.

Al final, como siempre, tendrán que irse, saldrán con el rabo entre las patas, odiados, esquivando las andanadas de improperios de quienes agraviados, no querrán verlos ni en pintura. Pero antes de eso harán de las suyas por un tiempo más, y los hondureños tendrán que sufrirlos.

Cómplices de todo eso los gobiernos latinoamericanos que siguen comportándose como perritos falderos, los que se llenan la boca con la palabra democracia, con la palabra paz, pero cuyos actos apuntan siempre en la dirección que le indique el Departamento de Estado. Triste panorama, vergonzoso seguidismo. Que caigan sobre ellos las lágrimas de las madres y padres, de las esposas y esposos, de los familiares de los que sentirán en carne propia la persecución de los Micheletti en los tiempos que vienen, lágrimas similares, dolores iguales a los que ya hemos vivido en Centroamérica y que creíamos que habíamos dejado atrás pero que vuelven, como una maldición.

“Tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos” nosotros, tan a expensas de los vaivenes de los intereses del imperio. Con Bush o con Obama, con cualquiera, a lo mejor hasta con el Jefe Seattle -aquel que a mediados del siglo XIX protestara contra el avasallamiento de su pueblo- seríamos irrespetados. No se trata de si el presidente de los Estados Unidos es un blanco facistoide texano, o un negro de recientes raíces africanas, se trata de una maquinaria imperial cuya lógica de dominación va más allá de quién esté en la Casa Blanca.

Por eso no hay que hacer caso de los cantos de sirena y poner los pies sobre la tierra.

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