sábado, 3 de octubre de 2009

Cintio, ese sol del mundo moral

Ahora que Cintio llega a ese reposo iluminado que llaman eternidad, es posible avizorar que entra definitivamente “en el cuerpo del alma” de la cultura cubana. Otras generaciones sabrán apropiarse de su legado ético e intelectual. Desde mi tiempo y lugar puedo decir que, también gracias a Cintio, "Yo es otro".
Rolando González Patricio/ LA JIRIBILLA
Encontré a Cintio Vitier, pero no pude sospechar su huella. Andaba en mi descubrimiento de la poesía, en medio del batey —con su irrumpir de locomotoras, el olor a cachaza y la lluvia seca del bagacillo—, cuando alcancé a leer su traducción de las Iluminaciones, de Rimbaud. Apenas podía entonces, a punto de remontar la adolescencia, ir a fondo en la idea de la alteridad del yo, pero Cintio me la puso en frente al subrayar “Yo es otro”.
En los días universitarios nos cruzamos muchas veces en la Biblioteca Nacional, solo que al principio no podía identificarlo porque la televisión no lo había descubierto todavía. Luego sabía que era él, pero nunca me permití interrumpirlo, aunque ya andaba yo buceando en sus ensayos martianos.
Un día, del otro lado del Atlántico y de la línea del Ecuador, luego de una tormenta en medio de la geografía angolana, rescaté y devoré un ejemplar de Lo cubano en la poesía. El resto de su obra, en prosa y en verso, me llegaría después, aunque menos demorada que Ese sol del mundo moral, aquel libro fundamental cuya edición cubana se retrasó durante los años que pudo sostenerse la incultura o los resabios de algún administrador cultural.
Acabado de regresar de Angola, cuando apenas comenzaban los años 90, y tanto él como Fina habían recibido el Premio Nacional de Literatura, compartimos más de una tarde la cola infinita de La Cocinita, aquella cafetería que en el extremo bajo de la calle Paseo solo ofertaba entonces hamburguesas y refrescos. Siempre me mantuve a distancia, aunque fuera a unos pasos, y al mismo tiempo me sentía cerca. Atrapado en su imantación, el día que recibí mi primera categoría como investigador, a punto de ingresar al Centro de Estudios Martianos, acepté acompañar a Ismael González (Manelo) e Ibrahim Hidalgo cuando fueron a visitarlo al hospital. Creo que esa tarde nació la amistad que venía, porque a su estatura intelectual le descubrí la extrema amabilidad y un humor que no le faltaba aún en plena convalecencia.
El trabajo quebró la distancia, y por más de diez años compartí el privilegio de su magisterio y el de Fina. Si grande es para nosotros su aporte intelectual, para los que le tuvimos cerca no es menor su obra ética. Una obra que no está en libros ni en discursos pero queda escrita para siempre en la coherencia de sus actos. No es posible olvidarlo. El jovencito que cambió el violín por la pluma, el poeta del Grupo Orígenes, el amigo de Eliseo y Lezama, el abogado que prefirió ejercer como profesor en la Escuela Normal para Maestros de La Habana, supo ser parte de la marea de la Revolución, aunque algún que otro lunes recibiera una estocada en la espalda.
Junto a las armas del talento, plasmado en su obra literaria, y la entrega a la dirección de la Revista de la Biblioteca Nacional y del Anuario Martiano, aunque no quepa en las biografías literarias, es preciso recordar la manera en que, al filo de los 50 años, el poeta empuñó el machete en la zafra histórica del 70. Cómo olvidar a quien supo ponernos frente a frente a Martí en la difícil hora de Cuba, en el verano de 1994; y luego seleccionó aquellos textos del Maestro que mejor pueden acompañar cada etapa de la educación de niños y jóvenes cubanos; y cuando las finanzas no eran suficientes para imprimir los Cuadernos Martianos, se desprendió con Fina de aquella pintura entrañable valorada en decenas de miles de dólares para donarlos todos al servicio de aquel programa ético y cultural.
Cómo no recordar siempre la gestión y la voz del diputado Cintio Vitier, en sesiones como aquella en la cual enmendó el proyecto de Ley de medio ambiente, al arremeter contra la contaminación sonora, o las charlas con jóvenes, no necesariamente intelectuales, a quienes al hablarles de Martí jaraneaba diciendo que les martirizaba. Era el mismo espíritu de jiribilla que ante la interrogante de cómo se sentía de cierta dolencia, afirmaba: “Me siento bien, pero me levanto con dificultad”.
La grandeza es humilde, y él supo conquistar esas cimas. Atesoro las dedicatorias en varios de sus libros, aunque tal vez ninguna alcance, para mí, la entrañable memoria de la invitación a compartir su conferencia sobre el Martí diplomático, en el Ministerio de Relaciones Exteriores, cuando yo apenas había publicado mi primer libro. Igualmente guardo la nota que me escribieran ambos el día que mi madre dejó de existir. En su tumba quedaron las flores de la familia y las que enviaron, a cientos de kilómetros, Fina y Cintio.
Ahora que Cintio llega a ese reposo iluminado que llaman eternidad, es posible avizorar que entra definitivamente “en el cuerpo del alma” de la cultura cubana. Otras generaciones sabrán apropiarse de su legado ético e intelectual. Desde mi tiempo y lugar puedo decir que, también gracias a Cintio, Yo es otro.

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