sábado, 9 de septiembre de 2017

¿A dónde va Trump?

Hacer inteligible el rumbo de la administración Trump es una tarea compleja que siempre corre el riesgo de naufragar, como lo corre también su propio gobierno.

Mariano Cifardini / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

El magnate newyorquino de emprendimientos inmobiliarios, Donald John Trump, había sido parte ya del “Partido de la Reforma” de los EEUU, de Ross Perot, en el año 2000, un partido de empresarios con intereses muy vinculados al mercado interno y al desarrollo de la economía nacional estadounidense, que pretendía ser alternativa real entre demócratas y republicanos pero nunca lo logró. De todos modos, Perot pudo  llegar al 19 % de los votos en 1992 y a imponer el gobernador de Minnesota en  1998.  Es decir que ya en ese tiempo inicial de la llamada “gobalización”, había sectores significativos del electorado norteamericano a los que las políticas tanto republicanas como demócratas del nuevo ciclo capitalista global les producían tanto desencanto como para llevarlos  a la anomalía de votar una alternativa extraña a la tendencia general secular.

Si se tiene en cuenta que el programa de Perot  en aquellos días era bastante similar al que ofreció Trump  su reciente  campaña presidencial ( y que sigue defendiendo actualmente en su cargo, al menos con el discurso) proponiendo alto grado de proteccionismo,  protección de la industria territorialmente situada en el país, lucha contra las drogas mezclado con  diatribas   antiinmigratorias y discriminatorias, debe concluirse en que Trump no es tan “paracaidista” en la política norteamericana como se ha publicado insistentemente, sino que expresa a un sector de negocios y de votantes que vienen apareciendo como perjudicados por las políticas  tanto  demócratas como  republicanas  desde finales de la “era Reagan”.

Claro que este intento de disputa por el poder no deja de aparecer, en principio, como un tanto “quijotesco”, sobre todo teniendo en cuenta la envergadura de los oponentes, pero el solo hecho del triunfo de Trump merece, al menos, considerar que el análisis “políticamente correcto”  del escenario estadounidense presenta esta vez algunas novedades.

Para abordarlas es necesario trazar una génesis histórica de las alternativas clásicas de la política norteamericana y a partir de allí tratar de descifrar si la “novedad” Trump es realmente eso o constituye simplemente más de lo mismo.

La política norteamericana tanto en su aspecto interno como internacional supo tener sus grandes regularidades o movimientos pendulares paradigmáticos desde que, en el siglo XIX, y después de los grandes avatares que sucedieron a la independencia, se consolidó la política industrialista  y proteccionista del partido Republicano, de la mano de Abraham Lincoln. No hubiera podido ser de otra manera ya que la situación del capitalismo mundial así lo imponía. La sola existencia del imperio comercial inglés obligaba a esa estrategia proteccionista si se quería impulsar el desarrollo de EEUUU como país capitalista y entrar en una competencia de igual a igual con los europeos. De hecho  los países que así no lo hicieron pasaron a ser países “dependientes”. 

El siglo XX “corto” (Hobsbawm dixit) de 1914-1980,  fue sin dudas de los demócratas y sus políticas de intervencionismo estatal “new deal” y “apertura” al mundo, cuyo paradigma fue  Franklin  Roosevelt pero que se extendieron hasta los 60 de Johnson e, incluso, hasta los 70 de Carter. Obviamente ya desarrollado EEUU como país capitalista y transformado en imperialista, correspondía a su industrialismo una estrategia desarrollista, keynesiana con el complemento de las políticas del pleno empleo  hacia su patio interno y los demócratas eran el partido con la estructura y los arraigos territoriales indicados para esa tarea. Desde ya que ello no implicaba en absoluto que los republicanos fueran desplazados del poder en tanto el “Grand Old Party” era precisamente el de los industriales y banqueros del imperialismo norteamericano  como Rockefeller y JP Morgan, vinculados a lo que ya en esos tiempos empezó a llamarse “complejo militar industrial” y determinantes de la política internacional.

En los 80, el terremoto neoliberal con epicentro en Gran Bretaña tuvo el especial efecto de generar una suerte de alineación en  las posiciones pendulares del  ya clásico bipartidismo de la “gran democracia del norte” y, aunque los dos partidos siguieron alternándose en el gobierno,  ahora casi con una precisión matemática,  los derroteros estratégicos de la política norteamericana se mantuvieron, en general, casi sin modificaciones a lo largo de los períodos del binomio Reagan-Bush padre y las dobles reelecciones  Bill Clinton, Bush junior y Obama. Tiempos de pensamiento único, que contenían ocultas hacia dentro las tensiones internas realmente existentes entre dos expresiones de las dos facciones principales de la nueva forma del capitalismo financiero global que caracteriza a esta última etapa del sistema. Estas tensiones han ido en aumento en el marco de u n particular escenario mundial que para los EEUU de norteamerica significó esencialmente desterritorialización de gran parte del parque industrial con destino a China, el sudeste asiático  y las maquilas mexicanas, aumento de empleo en el sector servicios, particularmente la intermediación  comercial y el servicio financiero, y un  terrible aumento de la deuda interna y externa del país.

En realidad, hasta  2001 no se hacían notorias para el gran público, y para la mayoría de los analistas, las contradicciones internas insalvables en el bloque hegemónico estadounidense y mundial. El 11 de septiembre de 2001 hicieron su aparición con una puesta en escena de una trágica magnificencia sin precedentes ni el mundo real ni en la ficción cinematográfica.

En ese momento sólo una voz periodística se animó o tuvo la sagacidad suficiente como para ver y denunciar que la impresionante  implosión de las torres y el simultáneo atentado al Pentágono no eran ajenos a maniobras luctuosas del que ahora se conoce como “estado profundo”, fue la del periodista francés, especializado en los conflictos del oriente medio, Thierry Meyssan, en su ensayo “La gran Impostura”. Luego, como ocurrió en su momento con el asesinato de John Kennedy, este tipo de apreciaciones, inicialmente denostadas como “conspirativistas”, comenzaron a generalizarse  hasta alcanzar, como ya está sucediendo hoy, alto  grado de verosimilitud.

El estado profundo, aunque su nombre evoque una administración paralela permanente en las sombras con una coherencia propia, que puede coincidir o no con la del gobierno institucional de turno, es, en realidad, el accionar de los servicios de inteligencia utilizados por grandes intereses dominantes que, lejos de ser monolíticos, están siempre divididos en dos o más bloques, enfrentados. Es decir que hay siempre más de un estado profundo conspirando en las sombras. Eso sí, cualquiera de ellos representa intereses de distintas facciones del gran capital internacional.

¿Cuáles eran los intereses que en su enfrentamiento estaban dando lugar a semejantes demostraciones de fuerza (y delirio)?

Mientras la economía celebraba como festivos globos de colores lo que eran en realidad fraudulentas burbujas financieras que harían su primer estallido en el año 2008, llevándonos a la crisis recesiva mundial de la que aún no salimos y que amenaza con perpetuarse y aun agravarse si se produce un segundo estallido que podría ser mayor aún que el primero, los analistas político económicos argentinos Gabriel Merino y Walter Formento publicaban diversos trabajos que finalmente darían a la luz su ensayo denominado “La crisis financiera global” ( Buenos Aires Continente 2001) en la que por primera vez se daba  cuenta de que la aparente armonía interna del capitalismo del fin de la historia, celebrada en el pensamiento único o en expresiones como “el consenso de Washington” no era para nada tal, incluso desde  los comienzos mismos  de la era neoliberal.

Según estos autores el desarrollo de un sector dominante y poderoso del   globalismo financiero mundial que crecía junto a exponenciales tasas de crecimiento de PBI mundial y que permitía a las clases medias de “occidente” acceder a viviendas (prestadas hipotecariamente) automóviles económicos, viajes turísticos y todo el “merchandising” tecnológico de última generación, implicaba necesariamente excluir de la conducción de ese proceso financiero económico mundial, y por tanto de la competencia inter-capitalista, a otros también poderosos sectores del capital que, en el siglo XX,  habían sido, incluso, los líderes del poder político y económico de occidente.

En “La Crisis Financiera Global”, Formento y Merino explican con claridad como  a partir de los años 90 se desarrolla un proyecto estratégico de globalización financiera neoliberal  que cooptó las cúpulas de los partidos demócrata estadounidense y laborista británico,  con Clinton y Blair respectivamente a la cabeza, impulsado por un conjunto  de redes financieras angloamericanas, que tiene como pilares a  instituciones financieras como el “Citigroup –State” “Street Corp” “Barclays – Rothschild”, “HSBC”, Lloyd’s y otras. Sin embargo , según los autores citados,,  el avance de este proyecto deja  “un tendal de perdedores a su paso  que no son solamente las grandes mayorías excluidas y sumidas en la miseria, sino también un conjunto de intereses que constituyen polos de poder mundial y/o imperialismos retrasados débiles, los cuales deben subordinarse o directamente perecer” ( pag 21). Estos sectores estarían más representados políticamente, al interior de EEUU, por el Partido Republicano y tendrían su base financiera  en la banca norteamericana más tradicional como  el “Bank  of America”,  el grupo Rockefeller, la banca Morgan o “Goldman Sachs”.

Es interesante ver como el trabajo de Merino y Formento  explica con detalle como el enfrentamiento de estos dos grupos termina en crisis políticas y económicas como el atentado a las torres del 11 de septiembre o la caída financiera del 2008.

Si este enfrentamiento se ha constituido en la contradicción principal al interior del capitalismo hegemónico,  la complejidad se agrava con la existencia  de distintos sectores en pugna dentro de la facción denominada “retrasada”,  que tendrían su expresión en los sectores neoconsevadores, el “Tea Party” y divisiones dentro del complejo industrial militar. Estos sectores no habrían tenido a Donald Trump como su candidato natural sino a Marco Rubio o a Ted Cruz, sin embargo ninguno de ellos se acercó siquiera a la intención de votos en favor de Trump  por lo que la realidad de los hechos lo impuso como anómala figura del GOP.

Si esta hipótesis es  al menos aproximadamente correcta, ello explicaría por qué  el tradicional bipartidismo norteamericano se encuentra  en un virtual empate crítico, pero irreconciliable, que genera las fisuras suficientes  como para que haya emergido  un personaje como Trump. El actual presidente  intenta representar a un extenso sector de trabajadores y clase media norteamericana que vienen perdiendo económicamente y sufriendo en forma directa las consecuencias de la crisis económica social y cultural que genera este enfrentamiento no resuelto de grupos de millonarios, que,  por otra parte, no  han hecho más que enriquecerse a su costa  y a costa del resto de los pueblos del mundo Además  estos concentradores de poder y riquezas, que otrora acordaron con el sindicalismo vernáculo un cierto pacto social, a partir de los últimos 20 años, ya ni siquiera derraman hacia el interior de los EEUU sino que prestan ( y se cobran) con garantías hipotecarias.

De este modo sería posible comprender porque Trump se mueve en un terreno farragoso que va más allá de sus propias contradicciones personales.

No solo abunda  en contradicciones entre sus dichos y entre estos y sus actos, sino que, en menos de un año de gobierno, expulsó, o tuvo que expulsar,  de su gabinete a cuatro de sus iniciales espadas  Michael Flynn, Sean Spicer, Reince Priebus  y Steve Bannon.

Flynn es un militar retirado que estuvo a cargo de áreas de inteligencia militar hasta el 2014 y trabajó luego privadamente como experto en cuestiones de medio oriente y su opinión básica sobre el conflicto era que había que dejar de apoyar veladamente a grupos terroristas y combatir claramente y sin ambigüedades  a grupos como el Daesh, motivos por los que fue despedido aparentemente en aquel año. En este sentido era partidario incluso de la alianza con Rusia a tal fin. Esta visión parece ser la del propio  Trump,  ya que, al menos hasta lo que va de su gobierno, la situación en Siria se ha estabilizado  con importantes avances de las tropas  sirias sobre los grupos terroristas que han dejado de recibir apoyo externo. Casualmente es el mismo  Meyssan quien desde su “Red Voltaire” señala  ahora, con  insistencia, el advenimiento de este nuevo escenario positivo en la región.

 Además Flynn  propugnaba la extradición del clérigo turco Gulan, acusado por Erdogan  de ser el organizador del intento de golpe de estado en su contra en julio de 2016. Se sospecha  que el gobierno de Obama estuvo implicado en ese intento de golpe como represalia  ante ciertos gestos del gobierno de Turquía de llegar a acuerdos con Rusia sobre la cuestión siria.

Flynn tuvo que salir de su cargo a los pocos días de ser nombrado debido a la brutal campaña política y mediática montada sobre la base de la acusación de haber mentido al vicepresidente Pence acerca de una reunión que sostuvo con el embajador ruso. El hecho en sí no habría dado para tanto pero en el marco de esa campaña se lo tomó como indicio de que el propio Trump estaba  en conexión extraoficial con los rusos (de lo que no existió nunca prueba alguna), llegándose incluso a la amenaza de juicio político al presidente por traición a la patria.

Por otro lado, el reemplazo de Priebus por John Kelly como jefe de gabinete fue visto como  un paso de alejamiento de Trump del “stablishment” republicano, expresión, como se vio, del grupo financiero americanista rezagado,  y una búsqueda de apoyo en cierto grupo de militares con una posición particular dentro del  denominado complejo militar industrial que no está de acuerdo con la forma en que se ha venido manejando la estrategia militar internacional. Kelly quien perdió un hijo en Afganistán fue convocado por Trump entre otras cosas  porque el presidente pensó que era de los que sabían acerca del costo de enviar tropas a la guerra, además de que el militar es conocido por sus críticas a los burócratas políticos a cargo del departamento de estado, cargo que ocupó durante el gobierno anterior Hillary Clinton.

En este sentido se advierte el enfrentamiento de Trump con las poderosas facciones en la pugna por el poder político en los EEUU.

Esta situación también explicaría la monumental campaña desestabilizadora (¿destituyente?) que sufre desde antes de asumir el cargo dentro de la que se destaca por su significación simbólica  la intención de vincularlo con el espionaje ruso. La renuncia del secretario de prensa Spicer y el fugaz paso de su reemplazante Scaramucci por el cargo reflejan la dura batalla que libra cotidianamente Trump con los medios de comunicación más poderosos del mundo que no solo influyen en la opinión de la audiencia norteamericana sino en la de todo el mundo.

En estas circunstancias, las merecidas acusaciones  que recibió Trump por no mostrarse claramente contrario al racismo y la segregación a raíz de los hechos de Charlottesville, y que generaron la salida del “impresentable” Bannon,  no pueden, sin embargo, y particularmente si se tiene en cuenta el tratamiento que le dieron los medios a estos hechos, dejar de vincularse con la campaña de desestabilización que viene sufriendo, de contornos muy similares a la “revoluciones de colores” ideadas por la inteligencia británica, financiadas por George Soros, y apoyadas por el gobierno de Obama y su Secretaria de Estado, Hillary Clinton en África, Oriente Medio y Ucrania.

Estos tres últimos personajes son, no casualmente, vinculados por Merino y Formento con la facción financiera global angloamericana  dominante.

Lo cierto es que todo ello tiene a Estados Unidos, como país (¿y sociedad?), encerrado en un atolladero del que no queda claro cómo va a salir, ya que aún imaginando un apartamiento de Trump de la jefatura máxima (por los métodos usados en los casos de Kennedy o de Nixon o alguno más novedoso) no aparece como de fácil resolución la contradicción principal que tuvo como resultado el hecho de que Trump esté allí ahora, y que describimos anteriormente. Ello a su vez está impactando en el desconcierto, la impotencia y la reacción intempestiva, de la política exterior norteamericana en todo el mundo. No es necesario insistir demasiado en los riesgos que aparea esta situación.  
Con el agravante de que cuando uno está en un pantano no sólo no avanza sino que se hunde cada vez más.

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