sábado, 29 de julio de 2017

Venezuela vista desde Guatemala: después se rasgan las vestiduras

Somos el resultado de esa locura avasallante en la que caen todos, al unísono, dejándose llevar como borregos por las estrategias armadas en Washington y repetidas en los medios locales de todas partes hasta el cansancio, todos los días todo el día. Eso pasa ahora con Venezuela y volvemos a caer en lo mismo.

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica

Puede ser que muchos de los que lean estás líneas no tengan la más mínima idea de a que me refiero cuando hago un paralelismo entre lo que está sucediendo ahora en Venezuela y lo que sucedió hace mucho, más precisamente hace 63 años, en Guatemala, el país centroamericano al que el poeta Otto René Castillo llamó tiernamente “pequeño pájaro herido”. 

En Guatemala, luego de una historia plagada de dictaduras durante todo el siglo XIX y XX  -algunas tan crueles y aberrantes que dieron pie a novelas como El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias-, en 1944 un movimiento ciudadano permitió abrir una ventana democrática. La ventana duró diez años abierta, y la brisa cálida que dejó entrar ventiló no solo a Guatemala sino a toda América Latina.

En 1954, tras estos “diez años de primavera en el país de la eterna tiranía”, los Estados Unidos impulsaron una invasión de “patriotas” que dieron al traste con todo. El “Ejército de Liberación” fue comandado por el coronel Carlos Castillo Armas, nombrado presidente de facto a partir del 8 de julio de ese año.

Los meses previos a la invasión estuvieron precedidos por una furibunda campaña internacional promovida por los Estados Unidos y secundada por los medios de comunicación de la época. En ella, el gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán era presentado como la entronización de las fuerzas del mal, avanzada del comunismo internacional; como arbitrario, abusivo, prepotente y autoritario.

Era el ablandamiento para lo que vendría después, el cruento golpe que cerraría la ventana por donde entraba la brisa e iniciaría una época claustrofóbica que, sin exagerar, a estas alturas del siglo XXI todavía se sufre en Guatemala.

Si bien el golpe de Estado comandado por Castillo Armas no tuvo inicialmente muchas víctimas mortales, la entronización del régimen durante los siguientes años y décadas implicó un verdadero bañó de sangre, que tuvo como uno de sus corolarios funestos y hecatómbicos el genocidio perpetrado a inicios de la década de 1980. ¿Para qué repetir cifras de los desaparecidos, asesinados, masacrados y exiliados que produjo el régimen de terror?

A estas alturas del siglo XXI, el país que a mediados del siglo XX se perfilaba promisoriamente como democrático, culturalmente efervescente, aspirante a la equidad social, no es más que uno de los más pobres y violentos del continente. Tampoco aquí hay que repetir cifras vergonzosas que por todos lados se ventilan.

Los que saltaron en 1954 con los ojos inyectados en odio respaldados por el eterno tío vigilante del Norte, son los que siguen ordenando al país de acuerdo a sus intereses. O desordenándolo.

Hemos vivido en una larga, fría y oscura noche que ha levantado voces de protesta en todo el mundo. Los horrores que se acumularon, indescriptibles a veces, llegaron a provocar un clamor de protesta aún entre quienes propiciaron la ignominia: ahora, hasta representantes diplomáticos norteamericanos se pronuncian cuando se abre una nueva fosa clandestina, o se hace evidente la rapiña descarada.

Pero ¿ahora, para qué se rasgan las vestiduras? Lo hecho, hecho está. Ahí estamos, como vivo ejemplo de lo que no hay que ser, de “estado fallido” dicen unos, de “estado botín” dicen otros. Y somos el resultado de esa locura avasallante en la que caen todos, al unísono, dejándose llevar como borregos por las estrategias armadas en Washington y repetidas en los medios locales de todas partes hasta el cansancio, todos los días todo el día.

Eso pasa ahora con Venezuela y volvemos a caer en lo mismo. Después nos rasgamos las vestiduras pero ya para qué.

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