sábado, 20 de diciembre de 2014

México: La negación de Ayotzinapa

Pareciera que la negación de los hechos es parte de un incómodo pacto acuñado para vivir en sociedad. Pero esta vez, no podemos olvidar el momento de dolor del asesinato y desaparición de los estudiantes y seguir adelante como lo manifestó el gobierno federal. No podemos ser cómplices de la negación del caso Ayotzinapa.

Abraham Trillo* / Especial para Con Nuestra América
Desde Morelia, México

En México, la negación es un hábito. Nadie está a salvo de ella. Está presente en las relaciones de parejas, en grupos sociales y más aún, es las instituciones. Freud se refería a la negación como un mecanismo de defensa, una forma de protegerse de la desagradable realidad con la que no queremos lidiar. Estamos habituados a la negación y mucho se lo debemos a los medios de comunicación que acrecienta su ejercicio: no hay pobreza, no hay hambre, no se vulneran los derechos humanos de los migrantes, no hay complicidad entre el narco y el gobierno, no hay analfabetismo ni tampoco trabajo infantil, no, no, no. Y si resultan inevitables los hechos, entonces se transforman en problemas intrascendentes, carentes de seriedad y generalmente se adjudica la responsabilidad a la otredad: la izquierda, la derecha, el capitalismo, los sindicatos, los empresarios, los gringos, en fin, cualquiera excepto el negador.

La negación de los hechos, es una práctica común en la política mexicana de los últimos tiempos. Desde la minimización de lo acontecido en la Plaza de las Tres Culturas en el Tlatelolco del 68 donde sucumbieron más de 300 jóvenes estudiantes y un número sin esclarecer de desaparecidos; el silencio nacional del levantamiento armado del EZLN aquel 1° de enero del 94 donde al interior del país, no ocurrió nada; la masacre de Aguas Blancas en la Costa Grande de Guerrero en el 95, mil veces negada por el gobierno de Rubén Figueroa donde perdieron la vida 17 campesinos; la matanza de Acteal en Los Altos de Chiapas en el 97 que dejó 45 indígenas tzotziles muertos incluidos niños y mujeres embarazadas, silenciado a través del argumento de un conflicto étnico; los disturbios ocurridos en el Estado de México en 2006 en San Salvador Atenco que además de 2 muertes dejó 207 detenciones con un uso excesivo de la fuerza policial y apenas en junio la reciente matanza en Tlataya, donde 21 personas fueron abatidas por militares.

Años atrás, no resultaba complicado recurrir a argumentos incluso científicos para probar la inexistencia de los hechos, o en el peor de los casos, minimizarlos y darle vuelta a la página, olvidarlos era una tarea fácil. Eran épocas donde las altas cúpulas gubernamentales manejaban los cortos hilos de los medios de comunicación y aquellos que se atrevían a desafiar la mafia de los mass-media, eran señalados como falsarios y poco serios.

Pero ahora es diferente. Negar, rechazar o ignorar los hechos ocurridos la noche del 26 de septiembre con los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” en Iguala Guerrero, representa para el gobierno mexicano una labor titánica, casi imposible, y más cuando la evidencia incuestionable acredita que lo negado existe.

Esta vez, la estrategia de negar lo ocurrido, parte de la minimización de la importancia de aquello que sucede no solamente en la tierra caliente de Guerrero sino en toda la una nación que reclama la aparición de los 43 jóvenes normalistas, pasando por la tardía aceptación de los hechos pero adjudicando finalmente, la responsabilidad de su existencia a alguien más. Y es ahí donde aparecen versiones y personajes salidos de la más enferma novela de horror como la pareja actora intelectual de la masacre,  José Luis Abarca, Alcalde de Iguala y su esposa María de los Ángeles Pineda operadora, a decir del gobierno federal, del Cartel Guerreros Unidos; o el “Chucky” jefe sicario del mismo grupo criminal, que habría ordenado el secuestro y asesinato de los jóvenes, o la más aberrante y ofensiva de las versiones: que los estudiantes eran miembros activos de cárteles criminales.

Sin embargo, el inconveniente más fuerte es que los mecanismos de negación que se están utilizando para darle frente al insostenible problema social que representa para el gobierno federal, no solo la muerte y desaparición de los normalistas, también las múltiples muestras de solidaridad del pueblo representadas en marchas, conciertos, representaciones, tomas de vías y autopistas, etc., son los mismos que se utilizaron para lidiar por años, con una política deshonesta y cruel, y los cuales, inmersos en una generación de jóvenes activos y movilizados por las redes sociales, ya perdieron su vigencia.

Por ahora, la negación de los hechos está generando una dinámica diferente sacudida por un hartazgo social ávido de respuestas y auditor de cada acción. A razón de ello, ha quedado en descubierto la incapacidad de las autoridades de mantener una línea de investigación tranparente y efectiva. Las versiones oficiales son un absurdo vaivén de supuestos: muertos, vivos, incinerados, secuestrados, abatidos, narcofosas etc., que solo  magnifican la falta de credibilidad de los mexicanos en las instituciones garantes del estado de derecho.

Un hecho que el caso Ayotzinapa no ha podido negar, es la indudable complicidad entre el crimen organizado y las autoridades de los tres estratos de gobierno. Nombres de alcaldes, dirigentes de partidos políticos, legisladores, gobernadores y funcionarios públicos se mezclan en las páginas de prensa y sitios electrónicos con nombres de sicarios y jefes criminales, enmarcando la narcopolítica mexicana del caso de los estudiantes. Y más grave aún,  el reciente reportaje publicado en la Revista Proceso el pasado 13 de diciembre, deja ver la participación también de policías federales y militares en el ataque a normalistas, un verdadero asco.

Pero Guerrero no es casualidad. Desde el 2006 con la declaración de la “Guerra contra el Narcotráfico” del entonces Presidente Calderón, el Estado vive el infierno que lo condena ser el mayor productor de amapola y mariguana del país. De acuerdo con la Secretaria de Marina, más de 20 grupos del narcotráfico disputan la zona, destacando el Cártel del Pacífico Sur, los Caballeros Templarios y el Cártel de Sinaloa.  De tal manera, que la lucha de la defensa de los derechos laborales y acceso a la educación de los estudiantes, se inscribe directamente en este violento contexto, donde los normalistas encabezan además, el enfrentamiento con los poderes locales, ligados claro, al narcotráfico. Así que no se puede entender como un hecho aislado, el asesinato y desaparición ocurrido en Iguala.

El plan mediático está en marcha. La insistente acción gubernamental por dejar de mencionar los hechos no concluidos y por los que la sociedad reclama justicia, camina con la esperanza de disminuir la presión al clamor nacional de su ineficiencia.  Pareciera que la negación de los hechos es parte de un incómodo pacto acuñado para vivir en sociedad. Pero esta vez, no podemos olvidar el momento de dolor del asesinato y desaparición de los estudiantes y seguir adelante como lo manifestó el gobierno federal. No podemos ser cómplices de la negación del caso Ayotzinapa, y sobre todo, tampoco cometamos el más grande de los errores: negar ese incómodo pacto que ha servido a las autoridades para cumplir con sus mandatos.

*El autor es mexicano, licenciado en Derecho, Maestro en Calidad de la Educación Superior y Magister en Estudios Latinoamericanos.

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