sábado, 1 de marzo de 2014

Sentir y pensar el antiimperialismo

La lucha antiimperialista y anticapitalista ha sido siempre dura y hasta dolorosa –y ha de continuar así- cuando se debe enfrentar a mano limpia a quienes monopolizan la mayor parte de los medios de comunicación, ya sean  la prensa, los áulicos, las invasiones policíacas a territorios soberanos que son tan habituales en la historia, o simplemente, los caminos de la “calle” que cotidianamente pisamos.


Ángel Rodríguez Kauth (*) /Especial para Con Nuestra América
Desde San Luis, Argentina

A modo de introducción, o por qué esta reflexión en voz alta

En este escrito voy a salir de los cánones habituales a los que están acostumbradas las publicaciones “serias” -cosa que suelo hacer con más frecuencia de la que la prudencia academicista aconseja- a fin de ofrecer a los adustos lectores una reflexión –de esas que hacemos hacia adentro, sobre algo que me ha inquietado desde hace años. Aunque ahora pondré la intención de compartirla,  como ratificación que no soy la única persona -y activista político- al que le han pasado estas cosillas raras por la cabeza.

Obvio que quien piensa algo y lo vuelca en el procesador siempre lo hace desde un lugar, que suele ser “su” lugar y, como vivo en Argentina desde hace más de 70 años, no podré dejar de hacer referencias a la actualidad y a la historia del país.

Resulta que hay puntos de inflexión en la vida, sobre todo cuando ya se cargan muchos años y quedan pocas canas sobre el cráneo y, entonces, se toma al azogue del espejo como objeto para mirar hacia el pasado desde adentro.

Esto me ocurrió al leer los periódicos tradicionales del país que traen noticias que -de alguna manera- me permiten considerar que tantos años en la lucha frontal que he venido sosteniendo de tipo antiimperialista y anticapitalista –en particular contra el enemigo del norte, los EE.UU.- no han sido en vano.

A no engañarse. ¿Quiénes de los que estamos en la quijotesca empresa antiimperialista alguna vez no tuvimos un momento de duda sobre lo que hacíamos y pensábamos? ¿Quiénes en algún momento no nos hemos planteado que toda esta lucha era vana e inútil, que había sido algo así como predicar en el desierto, una pérdida de tiempo? Tengo la impresión -y creo no equivocarme- que los que no  atravesamos por esos instantes de replantearnos nuestras conductas habituales en el hacer político de francotiradores que pareciese que nadamos en contra de la corriente de las mayorías que viven en las culturas capitalistas y dependientes.

Si no hicimos tal ejercicio intelectual es porque fuimos  unos idiotas que repetíamos consignas que nos ordenaban -desde la  oscuridad de las tinieblas moscovitas- de un modo acrítico. O, quizás, porque los que no lo han hecho han tenido una formación ideológica y política más que sólida en sus cimientos, cosa que pongo en duda y por tal es preferible encasillarlos en la primera alternativa ya que la segunda supone haber participado de un adoctrinamiento más de tipo religioso que ideológico.

Y, a su vez, cuando se trata del primer caso, ello casi vendría a ser algo así como haber sido tan dogmáticos (Paz, 1989) como aquellos mismos a los que hemos estado combatiendo con la pluma y la palabra durante todo este largo tiempo transcurrido.

Quizás, lo que me propongo en estas líneas algunos le llamen  “autocrítica”, a la cual me resisto de hacerlo bajo ese nombre debido a que fue una metodología estalinista que -normalmente-  terminaba cuando se encontraba que la culpa de los fracasos estaba afuera, en los otros, en aquellos a los que se enfrentaba. No es este el caso. Se trata de un ejercicio intelectual que sondea no en los otros sino adentro de uno, tampoco lo hago buscando los errores cometidos, sino simplemente tratando de hallar las pistas  que permitan observar que lo hecho no fue en vano, que la prédica constante en los más diversos espacios ha tenido su valor.

Y, debo confesar en público, que más de una vez trastabillé‚ tuve mis dudas -no sólo las metódicas dudas cartesianas- sino las existenciales (Sartre, 1943) sobre los equívocos en que pude haber incurrido acerca del lugar donde me ubiqué para la lucha. Porque no nos engañemos, a quienes fuimos jóvenes en las décadas de los ´50 y ´60 nos gustaba luchar, algunos contra algo y los otros –los del bando contrario- lo hacían contra otro algo. Y ahí nos  enfrentamos en la tribuna verbal o en la disputa callejera a las piñas, cadenazos, pedradas y también con algo más contundente.

A los jóvenes de hoy les gusta el mismo tipo de lucha, aunque las noticias que nos llegan es que hay una buena –o mala- cantidad de jóvenes que prefieren la lucha cuerpo a cuerpo a la salida de un boliche -por lo general en las grandes urbes- debido a cuestiones triviales cuando están borrachos hasta los tuétanos.

Pero cuidado con inferir fácilmente de las conductas de estos jóvenes, la culpa no es sólo de ellos. Es hora de hacernos cargo de la responsabilidad que nos cabe a los adultos de no haber sido capaces de convocar ideológicamente a la juventud con consignas creíbles y que, entonces, les dejamos la mano suelta, como no lo hicieron los adultos cuando todavía gozábamos del privilegio de ser jóvenes. A la mayoría de nosotros -los adultos- tuvieron el talento y la capacidad como para convocarnos al debate de ideas.

Continuando con el eje del tema de reflexionar en voz alta, es preciso tener presente que la lucha antiimperialista y anticapitalista ha sido siempre dura y hasta dolorosa –y ha de continuar así- cuando se debe enfrentar a mano limpia a quienes monopolizan la mayor parte de los medios de comunicación, ya sean  la prensa, los áulicos, las invasiones policíacas a territorios soberanos que son tan habituales en la historia, o simplemente, los caminos de la “calle” que cotidianamente pisamos.

Sospecho, por lo conversado con camaradas con los que he transitado esta travesía, aunque aclarando que sin haber hecho estudio alguno de investigación riguroso al respecto, que esta misma “sensación” ya les había ocurrido a los muchos compañeros que están ubicados en una posición ideológica semejante a la mía. Y, cómo habrán sido certeras las sospechas de naturaleza intuitiva que algunos de ellos –o muchos, depende de si queremos ver al vaso medio vacío o medio lleno- prefirieron abandonar la lucha antiimperialista y anticapitalista para dedicarse a quehaceres menos dolorosos para la introspección de sus egos y, también, menos peligrosos para la seguridad física y laboral, tanto en lo personal como en lo familiar.

Esta situación, sobre todo, la he vivido cuando se puso de moda en la política globalizada, hace ya más de un par de décadas, aquello que se llamó el “fin de la historia” (Fukuyama, 1989). Entonces sentí de manera marcada la sensación que todo lo hecho  fue inútil, una futilidad más en mi vida, que no tenía sentido seguir insistiendo en lo que ya estaba volando lejos del planeta.

Más aún, esta sensación se ratificaba observando que los destinatarios de mis palabras y escritos –jóvenes universitarios- tomaban el camino fácil de acomodarse a la nueva realidad de naturaleza “light” que se vivió a partir de aquellos momentos, es decir, durante la década perdida de los años 90. Pero, aún en la duda -aquella que en la retórica del genocida Jorge R. Videla,  era el vicio de los intelectuales- continuaba sin hesitar haciéndome esta requisitoria que realizaba frente al espejo y hasta adentro del mismo.

Así fue que –empecinado- decidí continuar por el sendero que comencé a transitar desde joven, no por el capricho de no querer reconocer la realidad y tener que aceptar el error, sino bajo la responsabilidad y la convicción de que aquella era la propuesta correcta... aunque me faltaran indicadores que así demostrasen que transitaba por el camino que era el que es el que correspondía y  que corresponde. Es que la aplicación del método científico a estos menesteres también necesita de probanzas externas que convaliden o rechacen aquello que se vivencia.

Al fin las pruebas me llegaron –hace algo más de 10 años- a través del burgués periódico porteño La Nación, cuando me propuse  leer su edición del 15 de junio de 2003. En él se publicó algo que  interesó. Se trataba de un informe realizado por una de esas agencias demoscópicas que no están emparentadas con mi trajín ideológico, por el contrario, está ubicada en las antípodas del pensamiento que vengo sosteniendo desde hace más de  medio siglo.

El reporte de la noticia periodística

La empresa de consultorías demoscópicas de Graciela Römer y Asociados realizó un estudio concienzudo en el área metropolitana de Buenos Aires sobre 632 casos con entrevistas personales  averiguando el número de personas que expresaban sentimientos antinorteamericanos o contrarios a los EE.UU. El estudio se hizo  en mayo de 2003, justo en el mes que asumía la presidencia Néstor  Kirchner, un ignoto gobernador que provenía de la lejana región sureña del país y al que se lo votó como una forma de evitar el retorno de C. Menem a la Presidencia.

En noviembre, la empresa realizó un estudio semejante que arrojó una cifra del 57% de personas que decían que otras personas tenían sentimientos contra los yanquis. Y, a medio año de distancia, encontraron que el sentimiento había crecido hasta alcanzar el 70% en la última medición que refiero. Es preciso resaltar que sólo el 7% estuvo de acuerdo con un apoyo irrestricto a las políticas estadounidenses en general y en particular a sus atropellos bélicos de aquel  tiempo -la primera gobernación de G. Bush (h)- al trono imperial ecuménico del país que pretende resolver a su arbitrio los destinos y penares de los otros países.

Asimismo, añadía la titular de la empresa, que resultados semejantes se encontraron en otros países de América Latina, lo cual es significativo para un análisis comparativo, a la par que  resulta alentador para nuestros afanes, devaneos y luchas antiimperialistas y anticapitalistas en “nuestra” América unida, tal como la pretendieron los héroes José Martí y Simón Bolívar.

Es necesario señalar que lo que la encuestadora denomina  sentimiento antinorteamericano” no era una reacción personalizada dirigida hacia los habitantes o nativos de aquel país, sino que dicho estado emocional apuntaba a la estructura política, social y económica que oportunamente definiéramos como imperiocapitalista[1]. Y aquella interpretación se afirma en dos vertientes coincidentes y no contradictorias entre sí:

a) el rechazo en el mundo a la invasión anglonorteamericana a Irak primero y luego sobre Afganistán, so pretexto de defender la soberanía nacional del  pueblo de los EE.UU. tras los atentados –supuestamente cometidos por terroristas árabes- del 11 de septiembre de 2001. Esas invasiones se hicieron bajo el amparo  del argumento que -sobre todo en Irak- existían arsenales repletos de armas de destrucción masiva[2], lo cual no se ha podido confirmar de manera fehaciente más allá de las palabras de los dirigentes de la coalición, las cuales -para inicios de 2005- también ellos las  abandonaban como argumentación para explicar lo inexplicable; y

b) más referido a la situación que se vive en “nuestra” América, con las palabras utilizadas por la propia Consultora cuando interpretaba sus “extraños” hallazgos, al decir que “Esta es una respuesta a los resultados negativos de las políticas de la década del ‘90 y a lo que la gente percibe como alineamiento automático”.

Al desglosar ambas lecturas se observa que para la primera han dejado bastante que desear las explicaciones dadas, casi de  modo infantil -o pueril- con las que se pretendió justificar la injustificable invasión a Irak. Más aún, diversos autores estadounidenses, entre los cuales solamente citaré a modo de ejemplo a Gore Vidal (2002), que se permiten sospechar que dichos atentados no fueron tales, sino que contaron con la complicidad  del gobierno de EE.UU. para enfervorizar al pueblo buscando  venganza por algo que no fue y que se realizó con el único propósito de derrotar a un régimen político acusado de corrupto  que les impedía realizar a los dirigentes de la Casa Blanca sus millonarios negociados con la explotación del petróleo de la región (Bravo, 2003; Chomet, 2003: Rulf, 2003).

Esto se confirmó con la falta de respuestas certeras ante las requisitorias internacionales acerca de dónde estaba escondido el arsenal de armas de destrucción masiva que le atribuían tener escondidas al gobierno iraquí de S. Hussein.

Tal falsedad argumental le ha costado la cabeza a más de un funcionario de nivel intermedio de la CIA, como también le costó recibir fuertes golpes políticos a la administración británica de A. Blair, quien ha estuvo viendo –por aquel entonces- como se producía el desmembramiento de su gabinete y hasta el repudio de no pocos de sus legisladores laboristas.

Y tales noticias llegan a América Latina gracias a la globalización de los medios de comunicación masiva, lo cual genera una fuerte repulsa a sistemas políticos que utilizan más la mentira que la hipocresía para alcanzar sus objetivos espurios.

Pero esto no puede asombrar a nadie. Ya en los años 40, en medio de la Segunda Guerra, en diciembre de 1941, el Presidente F. D. Roosevelt hizo caso omiso a los informes secretos enviados por el embajador de su país en Londres[3] en los cuales le informaba acerca del inminente ataque japonés a la Base militar de Pearl Harbour, en el Océano Pacífico.

Tal falta de atención al informe no fue casual ni un olvido burocrático. De esa manera el gobierno de los EE.UU. necesitó  solamente enviar al sacrificio a casi tres mil de sus conciudadanos –entre soldados y  civiles que habitaban en la Base- para lograr que su pueblo apoyara la entrada en la guerra de su país para servirle de tabla de salvación a sus “primos” británicos en guerra. Meterse de lleno en la contienda bélica significó una forma de vengar a los muertos estadounidenses caídos en una artera emboscada tendida por la Armada del Japón en el Pacífico Sur a una Base naval que –por una extraña casualidad- había sacado la mayor parte de su flota a navegar por alta mar.

A lo descripto –y muchísimo más- se le suman los sentimientos en contra de una de las potencias que hizo gala de ser de las más genocidas durante el Siglo XX, quien se llevó las palmas de oro  con sus invasiones a territorios soberanos que bélicamente no significaban que le fuesen hostiles, pero que se oponían con  coraje a sus pretensiones imperiales de dominación y sojuzgamiento de sus pueblos y al saqueo de sus riquezas naturales.

El segundo argumento usado por la titular de la Consultora  se refiere a cómo los pueblos de la región hemos vivido las políticas de más “ajuste sobre el ajuste” que nos impusieran los organismos transnacionales de crédito -fundamentalmente el FMI y el BM- los que fueron percibidos -juicio que hago sin temor a equivocarme- como apéndices perversos que se desprenden del Departamento del Tesoro, el cual los utiliza para llevar adelante sus políticas de saqueo a las riquezas de nuestros territorios.

Tales predaciones (Beinstein, 2013) siempre se realizaron con  complicidad de los cipayos nativos sobre el hambre y la miseria de los trabajadores del lugar. Un ejemplo elocuente fueron las políticas privatizadoras que recorrieron a América Latina -cual  un Jinete Apocalíptico- y que han sido causantes de las altas tasas de desocupación que azotaron -y que aún azotan- a algunos países de la región, sobre todo los que se han mantenido bajo las garras del ALCA que -como dijo Hugo Chávez en la IV Cumbre de las Américas (2005)- nos llevaría “al carajo”. Y llegó la recesión.

Esta es esperable con desocupación (Bocock, 1993), más aún,  esto trae aparejada una reducción de la recaudación fiscal y, el círculo perverso, se cierra con la falta de atención a las necesidades básicas de la población, como son, educación, salud,  seguridad, vivienda, etc. Es decir, grandes sectores poblacionales han vivido hasta principios del nuevo milenio en la marginación más extrema, la que se evidencia -entre otros indicadores- en las altas tasas de desnutrición infantil y sus secuelas en el desarrollo psicomotriz y en las capacidades intelectuales que afectan los aprendizajes posteriores en la adolescencia y adultez.

Este pantallazo de lo que se vivía alrededor del en América Latina –y que persisten en algunos países- permite visualizar de qué manera se pasó de una condición de seducción de amorosa hacia los EE.UU., como algunos funcionarios menemistas quisieron vender en Argentina[4], a otra situación de un repudio casi generalizado.

Asimismo, la encuesta averiguó acerca de con qué países  Argentina debía estrechar vínculos comerciales para salir del marasmo que la mantenía paralizada. Y sobre este tema también los resultados obtenidos fueron de manifiesto rechazo por los EE.UU. y a favor de la integración con vecinos de la región, inclusive con  Venezuela, a la cual los gobiernos de los EE.UU. desde que llegó  Chávez al poder lo presentan como el demonio. De tal suerte, la  puesta en marcha del Mercosur alcanzó el 62% del apoyo, en tanto que el acercamiento el ALCA, organismo que aparentemente nos colocaría en una posición ventajosa, pero que en realidad nos perjudicaría ya que deberíamos someternos sin chistar a sus  dictámenes, que sólo llegó a un 7% de adhesiones[5] favorables.

A modo de colofón

Los datos aportados me llevaron a la obligación de realizar la reflexión señalada en el primer punto de la nota, es decir, si valió la pena mantener erguido el estandarte de la lucha contra el imperiocapitalismo o, aunque más no sea el sentimiento contrario al capitalismo. Y tengo la intuición, por no decir la convicción, que efectivamente de algo ha servido haberlo hecho.

No se trata de creer ingenuamente que con nuestra prédica se  lograron los cambios de actitudes favorables a nuestros objetivos. Hacerlo así sería como caer en soberbios. Pero tampoco hemos de minimizar lo hecho hasta restarle toda influencia. Obvio que no  entraré en la exquisita posición omnipotente de pensar que fui el único que logró que se llegue a los sentimientos antiimperialistas que parecieran recorrer a la región. No, en modo alguno.

Hemos sido muchos los militantes del campo popular -y algunos  hasta en el revolucionario- los que sembramos de a poco la semilla de insurgencia ante los mandatos de los gobernantes entreguistas.

En algún momento de los años 90 pareció que la tarea fue  hecha en el desierto más desolado de imaginar. Se decía estar  ante un fenómeno irreversible como el del “pensamiento único”,  del “hombre Light”, el del “fin de la historia” y el de las ideologías, como lo sostuvo el caído en desuso F. Fukuyama (1989).  Pero, los que alguna vez titubeamos sobre la labor de la prédica y el valor de la lucha, seguramente que tales titubeos han sido por falencias en nuestra formación.

Sobre esto un agudo pensador español nos dejó excelentes enseñanzas (del Río, 1993; 2002) acerca de cómo se pueden mantener incólumes y siempre firmes, las posiciones políticas e ideológicas de izquierda sin necesidad de terminar en el prototípico discurso vigesimonónico que mantuvieron algunas izquierdas delirantes que  han caído en un triste olvido.

Se cuentan de a centenares -y hasta millares- los camaradas y compañeros que transitamos por la senda que legaron los próceres intelectuales latinoamericanos. Fue gracias a esas enseñanzas que todos aquellos camaradas de ruta –que algunas veces soportamos el mote de “idiotas útiles”- y cada uno de nosotros, dejó caer su semilla en la tierra que por un instante parecía estéril –y hasta  hostil- que, sin embargo, ya algunos alcanzamos a ver que la tarea fue positiva, ha rendido los frutos esperados.

Mas, ¡cuidado! Esto no significa que llegó la hora de plantar bandera y saborear la miel de un triunfo coyuntural. No, falta mucho camino a recorrer buscando la utopía siempre inalcanzable, aunque es la que nos moviliza en este bregar sin pausas.

La historia, pese a la pretensión en contra de algunos fieles servidores de la ideología alentada desde el capitalismo, no se detiene jamás. Esto no solamente fue predicado por Marx, Engels, Castro y otros patriarcas que formaron nuestra ideología, sino que las modernas actualizaciones de la investigación en fisicoquímica (Prygogine y Stengers, 1987; Prygogine, 1995) nos dan pruebas  suficientes desde el campo de la ciencia “dura” para confirmar las hipótesis que se pretenden negar: la historia es irreversible.

Para finalizar, nada más nombrar a quienes fueron mentores intelectuales y emocionales del antiimperialismo en “nuestra América” y, entre los muchos que aparecen en mi pantalla cerebral, no cabe menos que evocar a Bolívar, Martí, Ingenieros, Mariátegui, el Che Guevara, Fidel Castro y Leopoldo Zea, aunque no se me escapa que en el listado se han perdido muchos nombres valiosos, pero ello debo achacárselo al alemán de mierda que ronda desde hace un tiempo por mi cabeza.


BIBLIOGRAFIA

BEINSTEIN, J.: (2013) Capitalismo del Siglo XXI. Ed. Cartago, Bs. Aires.
BOCOCK, R.: (1993) El consumo. Ed. Talasa, Madrid, 1995.
BRAVO, C.: (2003) “Comienza la guerra, comienza el negocio petrolífero”. Rev. Greenpeace, Madrid, Nº 65, pp. 18-19.
CHOMET, C. R.: (2003) “Cambios en el orden Internacional tras la agresión a Irak”. Rev. Página Abierta, Madrid, Nº 137, pp. 16-22.
del RIO, E.: (1993) La sombra de Marx. Ed. Talasa, Madrid.
del RIO, E.: (2002) “¿Es actual la ideología marxista?”. Rev. Disenso, Canarias, Nº 37.
FUKUYAMA, F.: (1989) “¿El fin de la historia?”. Rev. Babel, Bs. Aires, N° 14, 1990, pp. 28-40.
PAZ, J. G.: (1989) El dogmatismo. Fascinación y servidumbre. Ed. Dialéctica, Bs. Aires.
PRYGOGINE, I. y STENGERS, I.: (1987) La Nueva Alianza (metamorfosis de la ciencia). Ed. Alianza, Madrid, 1990.
PRYGOGINE, I.: (1995) El fin de las certidumbres. Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1997.
RODRIGUEZ KAUTH, A.: (1994) Lecturas psicopolíticas de la realidad nacional desde la izquierda. CEAL, Bs. Aires.
RULF, E.: (2003) “El saqueo de Medio Oriente por Oro Negro”. Rev. Greenpeace, Madrid, Nº 65, pp. 20-26.
SARTRE, J. P.: (1943) El ser y la nada. Ed. Losada, Bs. Aires, 1960.
VIDAL, G.: (2002) Dreaming war. Thunder's Mouth Press, New York.




NOTAS:

(*) El autor es Doctor en Psicología. Profesor Titular Exclusivo en la Universidad Nacional de San Luis, Argentina desde hace más de 48 años (salvo el período de la última dictadura militar); actualmente, se desempeña como Profesor Consulto Extraordinario de esta misma universidad.

[1] En la cual se sintetizan la política imperialista de los EE.UU., que va aunada con el sistema económico capitalista (Rodriguez Kauth, 1994).

[2] Armamentos que posteriormente se demostró -por la CIA- que eran inexistentes.

[3] El embajador era padre de J. F. Kennedy.

[4] Sobre el tema recordar las “relaciones carnales” que mantuvo Argentina en  esos años. Asimismo, un Secretario del Departamento de Estado, en ´50 dijo que “Los EE.UU. no tienen amigos, solamente tienen socios”, los cuales hoy lo son y mañana pueden dejar de serlo, si no satisfacen las demandas del Imperio.

[5] Seguramente la minoría que declaró -a la primer pregunta- su afecto por EE.UU.

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