sábado, 22 de marzo de 2014

El Salvador: “El pastor tiene que estar donde está el sufrimiento”

A monseñor Romero le impactó hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño; al sistema que lo provocaba lo calificó de “desorden espantoso”, “pecado estructural escandaloso”, “imperio del infierno”, formas recias para señalar lo que produce la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia.

Carlos Ayala Ramírez* /ALAI

Monseñor Oscar Arnulfo Romero
El lema escogido por la Fundación Monseñor Óscar Romero para conmemorar el 34.° aniversario del obispo mártir es “El pastor tiene que estar donde está el sufrimiento”. La frase procede de una de las homilías de monseñor Romero, pronunciada el 30 de octubre de 1977; homilía que fue compartida con monseñor Arturo Rivera Damas, quien en ese momento había sido designado obispo residencial de Santiago de María, después de un largo período de servicio episcopal en la Arquidiócesis de San Salvador. Por esa razón, monseñor Romero quiso, al invitar a su hermano en el episcopado a concelebrar, mostrarle su sentimiento de gratitud, aprecio y admiración. En la primera parte de la predicación, monseñor Romero señala algunos de los signos de los tiempos que caracterizaban ese período histórico. Luego, monseñor Rivera hizo una interpretación bíblica de esos signos. Fue una homilía compartida en la que dos pastores historizaron la comunión fraterna y el diálogo de Dios con su pueblo. Eso representaba ya un signo propio de la época.

Hay que tener en cuenta que los “signos de los tiempos” eran comprendidos, tanto por monseñor Romero como por monseñor Rivera, en el espíritu del Concilio Vaticano II. Es decir, se conciben como aquellos grandes hechos, acontecimientos y actitudes o relaciones que caracterizan a un determinado momento de la historia. Y desde una perspectiva de fe, se trata de captar, a través de esos signos, el espíritu de Dios que obra, interpela y anima en la historia de las personas y los pueblos. Es necesario, por tanto, conocer y comprender el mundo en que vivimos: sus problemas, sus aspiraciones, su modo de ser —frecuentemente dramático—. Esta visión se recoge en aquel conocido texto de la constitución pastoral Gaudium et spes: “El gozo y la esperanza, las tristezas y angustias de los hombres y mujeres de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo, y nada hay verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón”. Desde luego, en este modo de ser y de estar en la realidad, monseñor Romero fue un ejemplar discípulo de Jesús.

Ahora bien, el signo que más destaca monseñor en esta homilía, y del que recurrentemente se ocupó durante sus tres años como arzobispo, es el de la realidad sufriente y dolorosa de esos tiempos tan críticos. La injusticia social y la violencia represiva del Estado aparecen como las principales causas de ese sufrimiento, cuyas víctimas mayoritarias eran los pobres. A ese estado de cosas lo llamó “pecado estructural escandaloso”. En su cuarta carta pastoral afirma que las consecuencias sociales del pecado se presentan en El Salvador con rasgos muy trágicos y exigencias cristianas urgentes: “Mortalidad infantil, falta de vivienda, problemas de salud, salarios de hambre, desempleo, desnutrición, inestabilidad laboral. La situación de extrema pobreza generalizada adquiere, en la vida real, rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, que nos cuestiona e interpela”.

Con respecto a la violencia represiva del Estado o de grupos clandestinos, dijo: “No me cansaré de denunciar el atropello por capturas arbitrarias, por desaparecimientos, por torturas (…) La violencia, el asesinato, la tortura, donde quedan tantos muertos, el machetear y tirar al mar, el botar a la gente: todo esto es el imperio del infierno”. Y en su última homilía dominical, pensando en el pueblo sufriente, expresó: “Le pido al Señor (…) mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque siga siendo una voz que clama en el desierto, sé que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir su misión”.

Sin duda, a monseñor Romero le impactó hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño; al sistema que lo provocaba lo calificó de “desorden espantoso”, “pecado estructural escandaloso”, “imperio del infierno”, formas recias para señalar lo que produce la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia. Él consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si dejaba de ser defensora de los que en un momento llamó “el Divino Traspasado”. Y en coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió, acompañó y se involucró con las víctimas de ese sufrimiento. Lo hizo de una manera profundamente humana y genuinamente cristiana. Enunciemos y expliquemos algunos rasgos esenciales.

Las defendió con la verdad. Monseñor Romero buscó y comunicó verdad frente a lo que la impedía, esto es, el ocultamiento de la realidad de las víctimas, el cierre de espacios a la voz de las mayorías y la manipulación de la noticia. En este contexto, declaró: “Todo está comprado, está amañado y no se dice la verdad” (homilía del 2 de abril de 1978). “La verdad está esclavizada bajo los intereses de la riqueza y el poder” (homilía del 15 de febrero de 1980). “Vivimos una hora de lucha entre la verdad y la mentira (homilía del 30 de julio de 1978). “Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello de los derechos humanos” (homilía del 28 de agosto de 1977). Denuncia de la injusticia y la violencia, defensa de las víctimas de esos males, libertad frente a los poderosos y valentía para correr los riesgos que podrían sobrevenir fueron las formas reales que tomó la palabra de verdad pronunciada por monseñor Romero.

Las acompañó con misericordia. Monseñor Romero no fue un humanista producto del altruismo o del asistencialismo distante, no se trataba de hacer una labor social humanitaria. Su actitud era más de fondo: escuchar los clamores de los pobres, interiorizarlos y dejarse afectar por ellos. Es elocuente, en este sentido, el siguiente texto: “Rostro de Cristo entre costales y canastos de cortador. Rostro de Cristo entre torturas y maltratos de las cárceles. Rostro de Cristo muriéndose de hambre en los niños que no tienen qué comer. Rostro de Cristo, el necesitado que pide una voz a la Iglesia” (homilía del 26 de noviembre de 1978). Es el ejercicio de la misericordia afectiva (amor a los pobres) y efectiva (que va a la raíz de las causas del sufrimiento). Desde esa realidad de rostros concretos, monseñor Romero criticó el deterioro moral en el ámbito de la administración pública, del sector privado y de la misma Iglesia; desenmascaró las idolatrías de la sociedad (absolutización de la riqueza, del poder y de la ideología); propuso una liberación integral que unificara evangelización con promoción humana, cambios de las personas con cambios estructurales.

Tocó la carne sufriente mediante la solidaridad. La solidaridad en monseñor Romero no se limita a un sentimiento caritativo, a un alivio de urgencias individuales, a una actividad puramente paternalista. Se constituyó, eso sí, en una fuerza ética y profética que interpeló a las estructuras indolentes e inhumanas, e inspiró un modo de convivencia fundamentado en la estima de la dignidad humana, la indignación por el daño injusto y la compasión ante el sufrimiento que llega hasta las entrañas y el corazón propios. Este es, precisamente, el espíritu del texto central escogido para este año, la solidaridad como una reacción ante el clamor del pueblo sufriente, ante el clamor por la justicia. En palabras emblemáticas de Romero: “Lo que me importa es que el pastor tiene que estar donde está el sufrimiento; y yo he venido, como he ido a todos los lugares donde hay dolor y muerte, a llevar la palabra de consuelo para los que sufren (…) Para la Iglesia, no hay categorías distintas. Solo hay el sufrimiento, y tiene que expresarse en el dolor donde quiera que se encuentre” (homilía del 30 de octubre de 1977).

Para terminar, transcribimos tres textos iluminadores sobre el tema. Los primeros ponen en contraste dos modos radicalmente distintos de ser pastor; el tercero lanza un desafío a cada uno de nosotros en la línea de saber escuchar el clamor de los que sufren. Comenzamos con el profeta Ezequiel, que nos habla sobre los pastores ineptos y crueles: “¡Ay de los pastores [jefes] de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar? Ustedes se han tomado la leche, se han vestido con la lana, han sacrificado las ovejas (…); no han apacentado el rebaño, no han fortalecido a las ovejas débiles, no han cuidado a la enferma ni curado a la herida; sino que las han dominado con violencia y dureza. Y ellas se han dispersado, por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las fieras del campo. Mis ovejas se dispersaron por toda la tierra, sin que nadie las buscase siguiendo su rastro” (Ez 34, 1-6).

El segundo texto es del teólogo Jon Sobrino y resume magistralmente el modo de ser pastor que caracterizó a monseñor Romero. “En un mundo de mentiras, de crueldad y de violencia, con monseñor Romero aparecieron la verdad, la compasión y la reconciliación. En un mundo de trivialidad y egoísmo, con él aparecieron la firmeza y el amor. En un mundo que prescinde de Dios o lo infantiliza, con él apareció la fe que confía en el misterio último y, a la vez, está absolutamente disponible ante él. Ver juntas verdad y compasión, firmeza y amor, confianza y disponibilidad, no ocurre con frecuencia. Por ello, cuando algo de eso se hace presente en nuestras vidas, es como una brisa de aire fresco (…) es una buena noticia”.

Y cerramos con un desafío planteado por el papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii gaudium: “La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor [de los pobres y cuantos sufren] brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada solo a algunos: ‘La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas’. En este marco se comprende el pedido de Jesús a sus discípulos: ‘Dadles vosotros de comer’ (Mc 6, 37), lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos” (n. 188).
  

* Carlos Ayala Ramírez, director de Radio YSUCA

1 comentario:

marta benavides dijo...

IMPORTANTE REFLECCION .. AHORA SE NECESITA MAS QUE NUNCA QUE NOS SEPAMOS ACOMPANIAR EN LA CONSTRUCCION DE UN PAIS EN PAZ, Y PARA LOGRAR EL BIEN VIVIR, NO EL VIVIR BIEN.. SI NO NOS LO PROPONEMOS, CAEREMOS EN LAS TRAMPAS DE POLITIQUERIAS QUE NO NOS DEJAN AVANZAR. TODOS Y TODAS SOMOS PASTORES - Y DEBEMOS COMPROMETERNOS EN EL VERDADERO SERVICIO Y ACOMPANIAMIENTO