sábado, 4 de enero de 2014

América Latina 1989-2014. El “fin de la historia” que no fue.

Así como en el pasado, nuevos actores, con nuevas demandas, ideas y proyectos, desafían saberes convencionales y construyen historias sin fin. Va por esa dirección el mensaje a los actuales gobernantes de la región, de movimientos sociales como los que se diseminaron por el Brasil en junio de 2013, que nos hace recordar a Quilapayún: “mira la batea, como se menea, como se menea el agua en la batea”.

Luis Fernando Ayerbe*
Especial para Con Nuestra América
Desde Sao Paulo, Brasil

En 1989, parecía que el mundo transitaba por el camino de una utopía evolucionista del siglo XIX, conducido por quien estrenaría en breve el título de “única superpotencia”. Un ideólogo del establishment cuñó la famosa frase: se trata del “fin de la historia”, en que la derrota de la Unión Soviética estaría encerrando las disputas sistémicas hasta entonces enfrentadas por el llamado “capitalismo democrático y liberal”. En términos de impacto, después del Este europeo, en que la transformación comprometió existencialmente lo que era conocido como Socialismo Real, fue en América Latina que la prédica de “ausencia de alternativas” adquirió estatus dominante en las políticas de Estado.

Los evolucionistas recelan de puntos fuera de la curva, pero eso parece no aplicarse a los Estados Unidos, cuyos presidentes se enorgullecen en proclamar el excepcionalismo del país. Así lo creyeron también gobernantes electos de nuestras nacientes democracias, que fueron adhiriendo paulatinamente a la aplicación de políticas que, desde el final del siglo XVIII, se acreditaban como responsables por la excepcional trayectoria del vecino del norte. El nombre del recetario era auto-explicativo: Consenso de Washington.

En las recomendaciones sobre como liberalizar la economía, dos ejemplos regionales eran cita importante, el Chile de Pinochet y la Bolivia de Paz Estenssoro post-1985, precursores de la desregulación del mercado interno, privatización de empresas públicas y apertura externa. Para impulsar el proceso, el presidente George H. W. Bush lanzó el Plan Brady, al cual adhirieron las tres mayores economías de la región, con graves dificultades para cumplir con los compromisos de sus deudas y calificarse para renegociarlas y acceder nuevamente al crédito internacional. México fue el primero, seguido por la Argentina y finalmente por el Brasil. La América Latina adoptaba aquella utopía evolucionista que siempre “porfió” en evitar, insistiendo en “populismos” distributivistas que, finalmente, parecían tornarse pesadilla del pasado.

La dificultad de esa lectura es que transmite la idea de que entre 1950 y 70 la región fue gobernada predominantemente por fuerzas políticas nacionalistas o socialistas. Serían ellas las responsables por la bomba reloj de pobreza, subdesarrollo, déficit público, endeudamiento externo e inflación que explota concomitantemente a la transición democrática, contaminando la percepción de los años 1980 con la etiqueta de década perdida de la economía. Al contrario, lo que prevaleció de hecho en los treinta años previos fue la imposición de regímenes militares que buscaron legitimarse por el discurso del combate al comunismo y al “populismo”. ¿De quien era entonces la responsabilidad por los descaminos que el nuevo “consenso” prometía revertir?

La ideología acabó sobreponiéndose a la perspectiva histórica, componiendo el relato hegemónico del fin de siglo. El momento de auge coincidió con la administración de Bill Clinton (1993-2001), que pasa a predicar una política exterior de promoción de la democracia y del libre-mercado, anunciando una nueva división del mundo –aún vigente– en cuatro categorías de países: el “Núcleo Democrático”, correspondiente a los Estados del capitalismo avanzado, combinación “virtuosa” de libertad política y económica, punto de llegada de la civilización; los “Estados en transición”, en proceso de adhesión al orden comandado por el Núcleo; los “Estados delincuentes”, patrocinadores de la desestabilización y del terrorismo, y los “Estados fallidos”, en que la ausencia de gobernabilidad los torna santuarios de actores ilícitos.

Como parte del estímulo a la ampliación de los “Estados en transición”, Clinton instituye en las Américas una diplomacia de Cumbres Presidenciales. En la primera, realizada en diciembre de 1994 en Miami, el mandatario estadounidense delimita los contornos políticos y económicos de la iniciativa: Cuba está excluida bajo el argumento de que su sistema político no es democrático, será creada un Área de Libre-Comercio de las Américas (ALCA). Aprobación unánime que se mantiene en la segunda cumbre en Santiago de Chile, en abril de 1998. En la Cumbre de Quebec de abril de 2001, ya en la gestión de George W. Bush, hubo una voz disonante, el presidente venezolano Hugo Chávez, que durante los días del encuentro cuestionó en entrevistas a los medios la exclusión de Cuba, y en la firma de la declaración final hizo constar sus objeciones a la Cláusula Democrática aprobada en la reunión, y a los plazos establecidos para el proceso de implementación del ALCA.

Lo que en aquel momento se presentaba como ruido aislado que no compromete el conjunto de la obra, se transforma en poco tiempo en discurso insistente de un creciente número de países, principalmente en Sudamérica.

En el caso ya mencionado de Venezuela, el gobierno de Hugo Chávez, electo en 1998, ejerciendo el poder en sucesivas reelecciones hasta su fallecimiento en marzo de 2013, instituye un proceso de cambios que combina políticas sociales redistributivas en el plano interno y un protagonismo regional de oposición a la arquitectura hemisférica propuesta por Estados Unidos, que se materializa en la creación de la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA) en 2004. En Brasil, los gobiernos comandados por el partido de los Trabajadores, con Luiz Inácio Lula da Silva a partir de 2003 y Dilma Rousseff a partir de 2011, dan fuerte impulso a la agenda interna de combate a la pobreza y en el ámbito externo a la promoción de mecanismos regionales de articulación. El país actúa decisivamente en la creación de la Unión Sudamericana de Naciones (UNASUR) en 2008 y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2010, iniciativas que establecen equidistancia con relación a Estados Unidos. En Argentina, las presidencias de Néstor Kirchner, que asume en 2003, y Cristina Kirchner, electa en 2007 y reelecta en 2011, promueven la recuperación del país después de la crisis de 2001 que interrumpió el gobierno de Fernando De La Rua, iniciando un período de crecimiento económico, disminución de la pobreza y de aproximación al entorno latinoamericano, reviendo el alineamiento automático con Estados Unidos que prevaleció en los años 1990.

El nuevo escenario político de América del Sur se expresa en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata en noviembre de 2005, cuando Argentina, Brasil y Venezuela lideran el bloqueo a la propuesta de Estados Unidos de inclusión del ALCA en las discusiones, lo que en la práctica paralizó, desde aquel momento, la iniciativa lanzada por Clinton.

Un mes después de la Cumbre, Evo Morales, del Movimiento al Socialismo y liderazgo de los campesinos indígenas plantadores de coca, se torna presidente de Bolivia, siendo reelecto en 2009. En Ecuador, Rafael Correa derrota en 2006 al candidato conservador Álvaro Noboa y en 2013 es reelecto para un nuevo mandato, interrumpiendo la trayectoria de sucesivas crisis que tornaron inconclusas las presidencias anteriores de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. Durante las administraciones de Morales y Correa, nuevas constituciones institucionalizan formas de sociabilidad originarias del mundo andino prehispánico, y tanto Bolivia como Ecuador se tornan miembros del ALBA.

En las Cumbres de Puerto España en abril de 2009, y Cartagena de Indias en abril de 2012, ya sin el ALCA en el horizonte, la exclusión de Cuba, segundo componente que destacamos de las convocatorias presidenciales iniciadas por Clinton, se torna tema extraoficial inevitable impuesto a Barack Obama, al punto del presidente colombiano Juan Manuel Santos, anfitrión de la última reunión, solicitar que ese fuese el postrero encuentro sin la participación de la Isla.

Como mencionamos anteriormente, los evolucionismos recelan de lo imponderable. Para los nostálgicos de los consensos de los años 1990, lo que viene sucediendo en la región hace más de una década sería un accidente de itinerario a contramano de la historia. Nuevamente, la ideología busca encubrir la realidad. Explicar el retorno al tope de la agenda de las políticas sociales distributivas y de la construcción de autonomía decisoria en las relaciones exteriores resiste perspectivas obtusas del estilo “recaída populista típicamente latinoamericana”.

Después de breves años de euforia, los dogmas sobre la virtuosa desregulación de los mercados se chocaron con una realidad internacional altamente desafiadora: el “efecto tequila” a partir de diciembre de 1994, cuando la devaluación abrupta del peso mexicano lleva Clinton a liberar préstamo de 50 mil millones de dólares para contener la sangría de reservas del país; la crisis financiera asiática deflagrada en 1997, recayendo sobre Tailandia, Malasia, Indonesia, Filipinas y Corea del Sur, con consecuencias ampliadas en Rusia, que declara moratoria en agosto de 1998; el “efecto samba” por la devaluación de la moneda brasileña en enero de 1999, con impacto directo en Argentina, fuertemente dependiente de las exportaciones al Brasil, precipitando la crisis que en enero de 2002 lleva al abandono del régimen de cambio fijo vigente desde 1991. Ese encadenamiento de episodios, además de tornar explícita la vulnerabilidad de las economías latinoamericanas, comprometió su capacidad de crecimiento, transformando los años 1990 en una nueva década perdida, con la consecuente impopularidad de los gobiernos comprometidos con las reformas de mercado, que terminan incorporando el estigma del ajuste perpetuo, sin la contrapartida de la prosperidad anunciada.

El decenio posterior, marcado por el ascenso a la presidencia en varios países de liderazgos de izquierda –aunque de orígenes y posiciones diversas, pasa a ser reconocido como década ganada de América Latina. Bajo el sello del crecimiento, disminución de la pobreza, de la desigualdad y de la proyección en el escenario internacional, la región se revela menos vulnerable que Estados Unidos y Europa a los impactos de la crisis financiera deflagrada en 2008, considerada la más grave desde 1929.

Ciertamente, la realidad presente aún está lejos de “un otro mundo posible”. Así como en el pasado, nuevos actores, con nuevas demandas, ideas y proyectos, desafían saberes convencionales y construyen historias sin fin. Va por esa dirección el mensaje a los actuales gobernantes de la región, de movimientos sociales como los que se diseminaron por el Brasil en junio de 2013, que nos hace recordar a Quilapayún: “mira la batea, como se menea, como se menea el agua en la batea”.


*Instituto de Estudos Econômicos e Internacionais (IEEI-UNESP)

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