sábado, 14 de diciembre de 2013

La lengua de Martí

Martí fue, además, el hombre maduro, en el cual se retarda la infancia y de otro lado se anticipa la vejez; hombre cenital que goza desde un punto mágico las dos mitades del cielo. Por eso se abre en pulpas humanas por donde se le toque Y por eso sabe tanto del negocio de vivir, de padecer, de caer y de levantarse.

Gabriela Mistral
Conferencia dictada en 1934 en La Habana

Imitación. La imitación cubre en América la época anterior y la posterior a Martí: cien años de calco romántico y cincuenta de furor modernista son los cortes en que aparece dividido nuestro suelo literario. Tenemos que confesar que la imitación aparece en nosotros más que como un gesto como una naturaleza; nuestra piel toda poros es lo mejor y lo peor que nos ha tocado en suerte y a causa de ella vivimos a merced de la atmósfera.

Por esto, la originalidad adquiere en Indoamérica el aspecto de un asa salvadora de nuestro decoro y el escritor sin préstamo o con un mínimum de préstamos vale por el golpe seco de una afirmación. El fenómeno del escritor que procede de sí mismo aunque haya vivido en la corte de los maestros, oyéndolos hablar y recitándolos sin estropeo del acento propio, significa en nuestros pueblos un hecho digno de ser hurgado para exprimirle el ejemplo.

Aseguran algunos que la cultura es el enemigo por excelencia de la originalidad, y el juicio trasciende a Juan Jacobo en su simplismo. Pero el Adán literario, sobre el cual nadie ha puesto la mano, ya no existe a estas alturas del tiempo. Se produce todavía, a Dios gracias, cierta originalidad mantenida, sostenida debajo del peso enorme de una cultura literaria; el hecho se produce aún resulta bellamente heroico y remece todo el ambiente.

La primera, la segunda y la última impresión de Martí es la de una voz autónoma levantándose desde un coro de voces repetidoras. Veremos a Martí marcar varonía en cada paso de su vida de hombre; pero desde que comienza su carrera literaria varón será también en esta naturaleza antiimitativa, o sea, antifemenina.

Originalidad. ¿En qué consiste la originalidad de Martí? Las mujeres no sabemos explicar nada en bloque y sólo tenemos una habilidad de encajaras, es decir, detallista. Parece que la originalidad esencial de Martí arranque de una vitalidad tropical. Si la imitación se explica como la cargazón de muchas atmósferas sobre el cuerpo que no las resiste, la originalidad sería la robustez brava de un airoso que puede con ellas, se ríe del eso y corre con él sobre el lomo.

José Martí es muy vital y tal vez su robustez sea la causa de su independencia. Comió del tuétano de buey de los clásicos; nadie puede decirle lo que a otros, que se quedase ayuno del alimento formador de la entraña: él se conoció sus griegos y sus romanos y fue también el buen lector que pasa por los setenta rodillos de la colección Rivadeneira sin volverse papilla y caldo.

Guardó a España la verdadera lealtad que le debemos, la de la lengua, y ahora que los ojos peninsulares pueden mirar a un antillano sin tener atravesada la pajuela de la independencia, ya podrán desde Madrid decir leal al insurrecto, porque conservó una fidelidad más difícil de dar que la política: ésta de la expresión. Tanto estimó a los padres de la lengua que a veces toma en cuenta a los segundones y tercerones de ella.

Pero más apegado que a clásicos enteros y a los semiclásicos se le ve abrazado a los escritores modernos de Francia y de Inglaterra, cosa muy natural en hombre que tenía su tiempo presente y vivía registrándolo día a día. La dominación de los modernos sobre él parece que sea simpatía hacia sus ideas más que apego a las esencias de los idiomas extraños. "La lengua vieja, las ideas nuevas", diría él.

Gran sensato, Martí no tuvo la ocurrencia de otros, de admirarle a Cicerón la letra y la ideología, y de creer que Homero y Virgilio obligan al descontento de la época y a una nostalgia llorona de tal o cual César. Él tiene encargos que cumplir, trabajos que hacer en la carne de su tiempo, y se siente ligado a las almas francesas, norteamericanas e inglesas por el parentesco que crea una época común.Ahora, sabiendo que la originalidad de Martí ha sufrido la prueba de los magisterios naturales, veamos por averiguar en qué consiste ella misma. Parece ser que esté hecha de tono, de vocabulario y de sintaxis propios.

Los escritores de estilo novedoso no siempre son diferenciados en cuanto al tono; pero los realmente personales, traen siempre un acento particular. En la literatura española, por ejemplo, Calderón tiene un estilo, pero en Santa Teresa hay un tono; en la francesa, Montaigne tiene más dejo galo que el propio Racine. Martí salta a nuestros ojos con el cuerpo entero de un estilo, pero lo mejor de gozarle, para mí, son los imponderables del tono criollo que se le deslizan por las hendijas del tronco castizo.

El orador. Acordémonos de que este hombre fue orador nato, para estimarle suficientemente la maravilla de la naturalidad. La oratoria carga con una cadena de fatalidades. El orador comienza siendo el recitador que se regodea en un vasto espacio y delante de una masa. Lo primero lo echa a gritar, y la mucha carne escuchadora lo tienta a hacerle concesiones, a darle halagos. La voz tonante de una parte, y de otra el apetito de convencer, le sacan los gestos violentos, y las dos calamidades de berreo y gesticulación, lo echan de bruces en el extremismo del vocabulario. Así, se va trenzando una cadena de fatalidades.

Yo no tengo amigos oradores y no he podido recibir su confesión; pero se me ocurre que el escritor honrado debe detestar sus discursos cuando palpa allí una máquina montada con piezas de mentira, la cual se emplea para convencer... de la verdad. En los mejores la oratoria se resuelve en una forma didáctica, o en el desfogamiento de un lirismo impotente que no llegó al poema.

Anotemos en Martí el que siendo el orador honrado dentro de un gremio fraudulento, no se aparte de las líneas clásicas dentro del género; si abrimos un texto de retórica, veremos que Martí cumple con toda la ley y la costumbre como un buen hijo acatador de la tradición.

Pero el fenómeno del Martí orador consiste en que, manejando un género de falsas virtudes, lo servirá con virtudes verdaderas. Mientras el demagogo simula su indignación y lanza desde el tabladillo sus llamitas pintadas, Martí está ardiendo de veras; mientras el mero arengador sube la cuesta del período en una hazaña de gimnasta sólo para hincar la pica del remate, él trepa el período temblando de cólera o de fe indudables; mientras el embusterillo lanza en frío sus metáforas. Martí las desmorona vivas desde su boca escocida por ellas. Con todo lo cual vuelve espectáculo natural una cosa que los demás aderezan, y en su imprecación verídica, se da en pasto a su gente sin ahorro alguno del alma.Yo llegué tarde a su fiesta y una de las pérdidas de este mundo será siempre la de no haber escuchado a Martí. Amigos suyos me han hablado de su voz, pero en esto cualquier información se queda manca. Debe haber tenido "gracia de voz", si creemos a los yoghis que las vísceras mansas hacen dulce la voz. Me acuerdo siempre de Emerson en su elogio de la voz grata, y como él desconfió de los acentos pedregosos o broncos: piedras llevan... Y en cuanto al ademán, el tribuno educador debe haberío tenido como aquellos efusivos que por pudor gesticulan con un suave ímpetu.

No le conocimos acento ni mímica, pero lo demás nos ha quedado, a Dios gracias, en el cuerpo de los discursos. Y qué noble anatomía la de su oración cívica o militante que nos va a mostrar sus miembros extendidos de atleta en la mesa de las mediciones.

El período copioso se nos había hecho antipático en los seudocervantistas, porque sabemos que la sintaxis es cosa funcional y arranca desde adentro o nace muerta. Puede resultar que, como la sangre abundante, el período logre ser ligero en ciertos sanguíneos ágiles, pero lo común en nosotros, gente de lengua colonial, es que no salte con borbotón espontáneo sino que él sea sobre el papel como las manufacturas resobadas.

En Martí no fatiga el período a fuerza de estar vivo de cabeza a pies. A los prosistas mediocres, incapaces de fundir los materiales de la oración como el volcán los suyos, dan ganas de pedirles que truequen el acápite español por la sintaxis sumaria del francés, que queda al alcance de sus fuerzas en una frase corta y portátil. Esta cláusula tiene a lo menos lástima de nuestro aliento y cortesía de la oreja tendida, mientras que el continente verbal pide titán y las manos comunes no tienen nada de prometeicas.

Trascendentalismo y énfasis. Vamos hacia otra hazaña más difícil de lograr todavía: el trascendentalismo exento de declamación.

El orador de aquella época era, por contagio de Víctor Hugo y de Quintana, trascendentalista y enfático. Estos profetas sin santidad suelen ser sinceros, pero lo común es que simulen el arrebato y el trance. Los amigos del patético y del sobrenatural no son muchos y sus adversarios, al no entenderlos, prefieren llamarlos farsantes. Por eso la popularidad del romanticismo a mí me desconcierta. ¿Cómo se las arreglaron aquellos romanticones para embarcar en su nave a nuestros abuelos? Tal vez algunos hallaron gran clientela precisamente por ser almas de drama real, pero lo más sólo serían gente que representaba bien su comedia.

A nuestro Martí no lo pondremos bajo el pabellón absoluto del romanticismo trascendentalista. Tal vez podamos afiliarlo en la banda pero bajo unos subtítulos restrictivos, porque este hombre se mueve en un turno de grandeza y cotidianeidad. Pensemos, aunque parezca absurdo, en un Víctor Hugo corregido de su trompetería por un trato diario del Montaigne doméstico; él vivió haciendo este peregrino zigzagueo. Suelta una alegoría que relampaguea, y sigue con una frase de buena mujer, cuando no de niño; hace una cláusula ciceroniana y la neutraliza con un decir de todos los días; abaja constantemente los vocablos suntuosos allegándoles un adjetivo de lindo sabor popular. Tal vez leía su Biblia saltando de un profeta a un evangelista, de Ezequiel a Lucas, o bien iba y venía de San Juan el Divino al San Pedro pescador.

Cuando ustedes lo llaman Arcángel, se acuerdan de Miguel y su espada pinchadora del dragón; pero él contiene también a Rafael, arcángel transeúnte, que caminando con Tobías le escondió hasta el final su condición alada. Esta conjugación de lo arcangélico militante con lo arcangélico misericordioso nos valga para símbolo del martianismo.

El arcangelismo de Miguel tiene grandes riesgos por que se resuelve en una función de fuego y de hierro más exterminadora que redentora. En el Arcángel hostigador del Diablo eso está bien, ya que la finalidad es matar el dragón; pero en las turbas humanas la operación resulta peligrosísima. El combatiente acaba entero en espada, va reduciendo su cuerpo a vaina y por último a filo. Celebremos, pues, este raro arcangelismo español que hace correr a lo largo de la espada un constante aceite de piedad.

Lengua. Examinada así, en bruto, la originalidad del tono de Martí, pasemos a la del vocabulario, que, como se sabe, cuenta entre los más ricos de nuestra literatura.

Martí posee el castellano, tanto en el aspecto de la intensidad, como en el de la extensión, colocándose así, al lado de Juan Montalvo en el millonarismo de vocablos. Montalvo manejó, es cierto, mayor cantidad de voces; pero hay entre ambos vocabularios una diferencia grande de calor, de color y de sabor. La lengua rica de Montalvo le viene de una frecuentación visible -demasiado confesa- del Diccionario. (Yo suelo recomendar a mis alumnas que se lo lean, en un ejercicio que les ahorrará en buena parte el librote tremendo.) Agradecemos a Montalvo el mérito de su acumulación de Creso, pero marcamos bien la diferencia que corre entre estas dos riquezas. Montalvo trabajó primero en su Ecuador, después en Francia, en ausencia amarga del idioma pleno, ya que en su país lo indígena triplica lo español y que en Francia vivió la dieta del idioma. Así se entiende el que se doblase veinte años sobre el Diccionario pidiendo al mamotreto frígido el calor que el ambiente no daba ni prestaba.

Martí, por el contrario, vivió las edades formativas -infancia y adolescencia- sumergido en un español casticísimo, hablado por la burguesía y en uno acidulado y pimentado que era y es hasta hoy el del pueblo cubano. Cuando salió al destierro, llevaba, seguro como las entrañas que no nos dejan, la lengua completa chupada en veinte años de su Isla.

Me señalaba el chileno Díaz Arrieta, que el español escrito en América confiesa una pobreza vergonzosa y sobre todo un gran desabrimiento, y mi amigo tiene razón (las Catilinarias y los artículos de polémica se salvan a causa de ser una escritura de guerrilla). Los pueblos no antillanos somos hijos del injerto verbal, es decir, de una aventura, lo que trae consigo riesgo, algunas posibilidades de superación y muchas de degeneración. Pero a la Isla de Cuba le cayó en suerte el ser ella un desgajamiento directo de la Península echado al mar; el nacer prima hermana de las Canarias, es decir, el haber sido y seguir siendo una España insular.

Naturalmente, un verdadero vital no se conforma con el idioma que recibe, porque cualquier naturaleza rica se pone a crear sus órganos, rebasa los medios recibidos y echa de sí los que le faltan.

Antes de Rubén Darío, Martí se había puesto a la invención de vocablos y aquél le reconoció el mayorazgo. Me gustan más los que salieron de la mano de Martí que los venidos de Rubén Darío. Todos lo sabemos y se puede decirlo sin mengua para el nicaragüense que en su uso del galicismo había tanta necesidad de fineza como alarde de cosmopolitismo o de mucho ingenio.

Martí crea sus pocos neologismos como un lingüista profesional, guardando todo respeto a la tradición en los derivados e inventa por necesidad verdadera, por el hambre de expresividad que había en él.

El vocabulario martiano no será nunca extravagante, pirotécnico ni snob, pero será novedoso hasta volverse inconfundible. El verbo, más que el mismo adjetivo, él lo busca a la medida de su necesidad. Son verbos activísimos; él dice "desjarretar", "sajar", "chupar", "pechar". Sus adjetivos son, en la prosa, táctiles y embadurnados de color y yo pienso que nadie entre nosotros llevó más lejos la ceñidura del apelativo a la cosa. En su complacencia de grafismo, movimiento, intensidad, dice "tajadas", "carneada", "fundida", "volcada", "regada", etc. Trabaja con epítetos extremosos y aunque los administre de más en la oración no se le engrasa y le salta viva como el lazo venteado del gaucho.

Tropicalidad. Vamos a la vitalidad tropical. Muchos miran el Trópico como un bochorno que descoyunta y acaba su criatura. Como yo siento algo de eso cuando vivo en él, no niego el hecho, pues, aunque admire y ame el trópico, pruebo en mi cuerpo la perfidia suave, la succión blanda.

Tan perfecto me parece, sin embargo, como una medida cabal de la riqueza terrestre, como el cubo de Dios, que siempre rebosa, y tan noble lo veo en su generosidad, que en vez de tacharle el calor genesíaco, prefiero creer que no podemos con él por una penuria corporal de mestizos flacos. El que no podarnos mirar esta luz sin pestañeo y el que no alcancemos estos pulsos fuertes culpa nuestra es.

Cuando me encuentro un hombre semejante a Martí o a Bolívar, que en su Trópico, de treinta años, no se descoyunta y se mueve en él lo mismo que el esquimal en la nieve, trabajando sin agobio y rindiendo la misma cantidad de energía que el hombre de climas medios, vuelvo a pensar que lo elefantiásico y monstruoso del Ecuador no existe. José Martí cayó en el Trópico como en su molde cabal; él no rezongó nunca contra la latitud porque no se habla mal del guante que viene a la mano.

Hay una inquina especial de las tierras frías contra el Trópico que pudiese ser la del sietemesino contra el niño de nueve meses. Una de las manifestaciones de ella se nota en lo peyorativo de los vocablos "tropicalismo" y "tropical" cuando los usa la crítica literaria. Los dos se han vuelto motes de injuria y liquidan a un escritor. Es necia su aplicación al bloque de los que viven entre Cáncer y Capricornio, pues difieren entre ellos, tanto como planta y animal. No hay razón para que un autor tropical haya de ser necesariamente malo sin más razón que la del termómetro. Pero la comicidad del asunto reside en que el trópico americano no ha dado verdaderos tropicales, excepto uno, óptimo, este Martí que es el único a quien conviene el rubro, y uno malo, nuestro Vargas Vila... que vivió cuarenta años en Europa.

Pedro Henríquez Ureña, al que debemos muchas definiciones del hecho americano, se encargó de enderezar el vocablo torcido. Él prueba que nosotros llamamos "tropicales" los estilos superabundantes y empalagosos de los subrománticos franceses hospedados aquí por escritores más segundones aún. El clima nada tiene que hacer con el pecado, y para no citar sino un caso, cerca de aquí nació y pasó la infancia esencial un poeta no dañado por la calentura del Caribe: en la Martinica vivió años Francis Jammes.

Al revés de cuanto se ha dicho, la soberana belleza tropical de América se quedó al margen de nuestra literatura, sin influencia verdadera sobre el escritor y como rebanada de él. Ojos, oreja y piel se los hemos regalado a Europa: paisaje, europeo, desabrido y neutro, es lo que se encuentra en nosotros los criollos. Antes y después de José Martí ninguno se había revolcado en lo fogoso y en lo capitoso de estos suelos.

Hay que llamar al cubano "hombre leal" por muchos capítulos, pero, principalmente, por haber llevado el resuello de su tierra y haber vaciado la cornucopia de una geografía a lo largo de toda su obra, en la expresión hablada y en la escrita.

¿Qué hace el Trópico en la obra de nuestro Martí, el único que lo representa?

En primer lugar una calidez gobernada o suelta corre por su prosa en un clima de efusión; marca sus arengas, los discursos académicos, los artículos de periódico y las simples cartas. Yo digo calidez y no digo fiebre. Tengo por ahí pespunteada una vaga teoría de los temperamentos de nuestros hombres: los que se quedan en el fuego puro y se secan y se resquebrajan, y los que viven del fuego y del agua, es decir, de un calor húmedo y se libran del resecamiento y la muerte. Martí fue de éstos. A él lo asiste siempre la brasa confortante o un rescoldo cordial. Si como pensaba Santa Teresa nuestro encargo es el de arder, y la tibieza repugna al Creador, el Diablo es uno que tirita; bien cumplió José Martí su encargo de vivir encendido y sin atizaduras artificiales. Él ardía abastecido del combustible de su temperamento cubano-español y también del Espíritu Santo que recorre su escritura en garabateo visible.

La segunda manifestación del Trópico en Martí, sería la abundancia. El Trópico es abundante por esencia y no por recargo de bandullos o períodos. El barroco fue inventado por arquitectos no tropicales, los cuales buscando ser magníficos cayeron en gordinflonerías y excrecencias.Más claro se verá el hecho visto en el árbol coposo: él no es un abullonado, él es la fuerza llegando a sus topes. Hay que meter la mano en la masa de sus ramas para hallar grosuras; mirado, él es esbeltamente soberbio, nada más que eso.

En el tropicalismo de Martí, la abundancia es natural por venir de adentro, de los ríos de su savia interna. En cuanto a natural no es pesada, no carga ornamentos pegadizos; se lleva a sí misma sin pena, como los grandullones llevamos nuestra talla...

Además el criollo lector, congestionado de lectura, hervía de ideas, a revés de los que siguen una sola como regato en tierra pobre; el corazonazo caliente de emocional le subía a la garganta hasta en la charla corriente; el vocabulario pasmoso le entregaba a manos llenas la expresión justa y la más feliz. ¡Cómo no había de ser copioso! Lo hicieron en grande y no hay por qué una criatura ubérrima dé la espalda a su haber y se fuerce a regímenes de arroz. Corríjasele la abundancia y Martí se nos disuelve. Que los demás escritores ecuatoriales vivan sin conmoverse delante de su gracia, negocio de ellos es, mal negocio de distracción o de renegamiento; pero dejemos que este respondedor describa su aposento geográfico que es su mesa de vivir y su lecho de morir.El metafórico. Otra manifestación del tropicalismo martiano es la lengua espejeante de imágenes, el desatado lujo metafórico.

Dicen que en la naturaleza tropical fauna y flora están supeditadas al ornato y por eso resultan más hermosas que productivas; dicen que son blandas y fofas sus criaturas y que su belleza engaña como la gesticulación ampulosa y buera. La verdad es que la naturaleza, que en otras partes cumple su obligación de alimentar, aquí se da el gusto de servir deslumbrando. El árbol de la goma, el cocotero, el mismo plátano llevan vitalidad suficiente para dar mucho y les quedan todavía jugos para follajes superlativos. No sé qué hay de propietario, de asalariado en la naturaleza europea donde el sembradío se ciñe a la utilidad y no le sobra nada para fantasía y locura. El Trópico nuestro se parece a Hércules, que era servicial y magnífico en una sola pieza, vale decir, hazaña.

Pasemos esta misma generosidad a la naturaleza de Martí: Él es un divulgador de ideas, pero como la savia le alcanza, él las echará a rodar en torrente de símiles. Por otra parte, no es cosa de olvidar que él es sobre todo un poeta, que puesto en el mundo en una hora de dura necesidad, aceptó ser conductor de hombres, gacetillero, profesor, etc., pero que de nacer en una Cuba adulta y sin urgencias, se hubiese quedado en el hombre de canto mayor y menor, de canto absoluto.

Como el árbol tropical que gasta mucho en la periferia florida y que engaña con que descuida el rigor del tronco, así engaña la prosa de Martí, y ha hecho decir a algún atarantado que su prosa no es sino casullas de ropería arzobispal.

Suntuoso, es cierto, a la manera de los reyes completos que dictaban legislación, religión, costumbre y poesía, que siendo sacerdotes no descuidaron el espejo justo de trono y vestimenta y hasta solían corregir a sus costureros e inventar danzas.

También aquí está el hombre construido en grande, que no quiere constreñirse ni mutilarse de nada y hace brazada con las cosas buenas de este mundo, hombre antiasceta (aunque cuidase mucho de su decoro) por hallarse cerca de la naturaleza que se burla de las penitencias.

Al lado de la extraordinaria sintaxis de Martí, está como otro pilar de su maestría, la metáfora espléndida. La tiene impensada y no extravagante, original y no estrambótica; la tiene virgínea Y siempre nueva, sin caer por reincidencia en la misma o en la semejante; "imaginífero" -D'Annunzio se llamaba así a sí mismo-, cuyo stock no se vaciaba nunca.

La sabida frase del hombre que piensa en imágenes, conviene a Martí como a ninguno de nosotros. Hay que caer sobre algunas páginas del Asia, en las cuales la poesía se traduce en una pura reverberación alegórico, para encontrar algo semejante a su escritura. Pero la diferencia con el lirismo asiático está en que, mientras aquél cae al atollamiento de flores y gemas, Martí nos hace siempre sentir el hueso del pensamiento bajo la floración.

La metáfora cerebral y de química esotérica de los que han venido después, no era la suya; el corazón fogoso y fogueado era su proveedor de metáforas; así la tiene de espontánea y de cándida lo mismo en lo tierno que en lo colérico.

Dicen que el estudio de un poeta lo dan sus metáforas por sí solas. El método es habilidoso, pero se nos quedarían afuera los buenos poetas ralos y hasta los ayunos de símil, que los hay. Para Martí el procedimiento resultará excelente. En su montaña de metáforas se puede descomponer su alma entera.

La última manifestación de tropicalismo que anotaremos en nuestro hombre es la generosidad que le viene, en parte, de su riqueza misma. El temperamento criollo rebosa de liberalidades; él se derrama en hospitalidad y dispendios. Nosotros no somos pueblos de vísceras resecas, arca vigilada ni alarmas de vieja despensera. Este sol que en vez de asistir solamente a la creación, la inunda y la agobia, nos ha criado en una pedagogía derrochadora. Estamos llenos de injusticias sociales, pero ellas derivan más de una organización torpe que de una sordidez congenital; andamos buscando un abastecimiento racional de nuestros pueblos y cuando lo hayamos encontrado, los sistemas económicos de la América serán mucho más humanos que los europeos.

Todo lo quiere para su gente Martí: libertad primero, cultura y bienestar en seguida. Y como su estilo forma el aspa visible de su rueda oculta, las liberalidades de Martí se traducen en su lengua por una desenvoltura de señor acostumbrado a poseer y a dar. Voltéese en la mano el estilo de los egoistones y se les sentirá la reticencia en la sequedad y el temblorcito de la avaricia en la indigencia de la frase.

Persona fascinante. La averiguación de la lengua se me ha resbalado hacia el hombre, al cual yo no iba a comentar porque la crítica literaria moderna está empeñada en deslindar obra e individuo y reducirse a la escritura a secas.

Hay escritores con los cuales sobra la divulgación de persona y vida; hay otros que no pueden ser manejados sino en el bloque de escritura y carácter. Martí es de éstos y hasta tal punto que no sabemos bien si su escritura es su vida puesta en renglones, o si su vida es sólo su escritura enderezada. Además, es de aquellos que se hacen amar de tal modo que su devoto quiere saberlo todo de ellos, desde cómo rezaban hasta cómo dormían...

Es cierto que se puede hablar aquí de "un caso". ¿De dónde sale este hombre tan viril y tan tierno, por ejemplo, cuando en nuestra raza el viril se endurece y se brutaliza; ¿Y de dónde viene este hombre, según la teología, trayendo de veras en su ser el trío de "memoria, inteligencia y voluntad"? ¿De dónde nos llega esta criatura, en la cual los hombres hallan la varonía meridiana, la mujer su condición de misericordia y el niño su frescura y su puerilidad? ¿De dónde sale en raza de probidades dudosas este varón que no da de sí una borra de logro, y no acepta condescender con la corrupción?

Veremos por contestar, y si erramos la intención nos valga. El viril nos viene de la sangre catalana, que es fuerte y activa, muy diversa su acción a la de Castilla, correa de cuero de la historia, y terror de pueblos flacos. El tierno le viene del limo y del ambiente antillanos donde la piel del toro español se suavizó hasta volverse una badana dulce. A menos que sea el negro y no el clima el autor de esta blandura inédita en la prole del Cid aliviada de calentura por el mar. En Cuba, que produce la caña mansa y el tabaco piadoso, se da fácilmente el hombre benévolo y no es raro que saltase de aquí la cifra humana que llamamos, "José Martí, el bueno".

Martí fue, además, el hombre maduro, en el cual se retarda la infancia y de otro lado se anticipa la vejez; hombre cenital que goza desde un punto mágico las dos mitades del cielo. Por eso se abre en pulpas humanas por donde se le toque Y por eso sabe tanto del negocio de vivir, de padecer, de caer y de levantarse. A criatura tal los amigos querían contarle todo y a veces no le contaban nada porque él los adivinaba con sólo mirarles. Él serviría las funciones humanas mejores: la de consolar, la de corregir y la de organizar.

Muchas veces se ha aplicado en la historia la frase de "amigo de los hombres"; Martí se la ganó de vivo, y de muerto la retiene en la mano parada.

Es preciso alabar también al luchador sin odio. El mundo moderno anda alborotado con la novedad de Mahatma Gandhi, combatiente ayuno de furor. Pero el fenómeno de combatir sin aborrecer, apareció entre nosotros mucho antes en este "santo de pelea". Póngale encima si quieren, la lupa acusadora; mírenle las arengas, proclamas y cartas, y no saltará al ojo una sola peca de odio. Empujado a la cueva de las fieras, constreñido a buscar fusil y a echarse al campo, este hombre va a pelear sin malas artes, sin interjecciones feas, sin que se le pongan sanguinosos los lagrimales. Posiblemente hasta los luchadores de la Ilíada dejaron escapar en lo apretado del apuro algún "terno" que Homero se guarda. Martí pelea sobrenaturalmente, sintiendo detrás de sí la causa de la independencia cubana que le quema la espalda, y mirando delante el montón impersonal de los enemigos de la libertad que para él no tienen cara ni nombre personal.

Y aquí, mis amigos, Martí resulta sujeto sin amarras con la raza indo-española. Ella ha odiado mucho, ha puesto siglos de empeño en aborrecer de cabeza a pies y ha tomado el sobrehaz de la tierra como un campo patagónico de "carneada" Aunque la frase se nos tiña de cursilería, digamos que Martí vivió embriagado de amor humano, y tanto que sus entrañas no le dieron ni un grito de venganza.

Todo es agradecimiento en mi amor de Martí: gratitud hacia el escritor que es el maestro americano más ostensible de mi obra, y también agradecimiento del guía de hombres que la América produjo en una especie de Mea culpa por la hebra de guías bajísimos que hemos sufrido, que sufrimos y sufriremos todavía. Angustia siento yo, americana ausente, cuando me empino desde la tierra extraña a mirar hacia nuestros pueblos y diviso a mi gente atollada todavía en las viscosidades acuáticas de las componendas y en las malquerencias fronterizas que tijeretean el continente de todos lados.

Cuando los ausentes hacemos estas asomadas penosas al hecho americano, necesitamos acarrear de lejos a Bolívar para que nos apuntale la fe, y de menor distancia a Martí para que nos lave con su lejía las roñas de la criollidad. Él es para nosotros, los ansiosos, uno de esos raros refugios que se hallan en el bajío pantanoso Y al que se entra por comer y dormir allí, sin tocar pringue o lama.

Esa frente familiar a ustedes, nos tranquiliza con sus planos serenados; esos ojos de dulzura inmediata, a flor de la "niña", donde se chupa sin tener que ir al fondo como la abeja; ese mentón delgado que desensualiza la cabeza en su segundo extremo, repitiendo lo que la frente hizo en lo alto, nos consuelan de tanto semblante torcido o ácido que corre por la iconografía criolla. Hemisferios de agradecimiento son para mí la literatura y la vida de José Martí.


En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.

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