sábado, 29 de mayo de 2010

Centroamérica, una región estratégica

Centroamérica es una región estratégica para lo que sucederá en el futuro en toda América Latina. Los Estados Unidos lo han visto con claridad desde antes que ocurrieran los hechos históricos que hoy se celebran en el marco del Bicentenario. Tener la llave del cerrojo centroamericano es crucial para el futuro que se avecina.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
(Fotografía: Honduras es un ejemplo de los "esfuerzos" que realiza EE.UU para mantener el control de Centroamérica)
En nuestros días Centroamérica constituye un factor con peso propio en el conjunto latinoamericano y caribeño. Pese a formar parte integral del subcontinente latinoamericano, la región ístmica y su entorno poseen condiciones históricas que las convierten en ámbitos que ameritan un análisis específico y, a partir de éste, de propuestas particulares. Entre las razones que hacen a la región “especial” en el conjunto hemisférico, sobresalen cuatro que justifican ampliamente un abordaje más individualizado:
1. Su ubicación estratégica en el centro del continente y, por esa razón, la gran sensibilidad geopolítica que el área ha tenido desde el siglo XV en adelante. Este factor ha sido de una importancia capital en las relaciones internacionales de América Latina. La decisión de ampliar el Canal de Panamá ha otorgado nueva significación a la región como “nudo” para las telecomunicaciones y el transporte intercontinental del siglo XXI.
2. Su diversidad biológica y cultural. Pese a su pequeñez geográfica, es una de las regiones más ricas y diversas del planeta, lo que la convierte en un lugar de alto potencial como laboratorio social y potencial centro de generación de nuevo conocimiento. En otro orden de cosas Centroamérica, junto con México y la Zona Andina, son las áreas con mayor población indígena en América Latina, hecho que le confiere un carácter especial en el conjunto regional.
3. Su experiencia política reciente. Es la única subregión de América Latina que ha experimentado una transición de la guerra a la normalidad política en menos de veinte años y en el marco de una gran disfuncionalidad del Estado nación. Las lecciones aprendidas y no aprendidas de estos procesos constituyen un acervo de importancia capital en momentos en que se buscan nuevos paradigmas que permitan la superación del “pensamiento único”. También lo constituyen las amenazas surgidas de ese conflictivo trasfondo, en especial las manifestaciones del crimen organizado y la violencia asociada a éste que adquieren en esta zona (atenazada entre México y Colombia), una de las dimensiones más dramáticas del mundo.
4. Su gran heterogeneidad. Pese a que Centroamérica, desde el Petén en Guatemala, hasta el Darién en Panamá, no cubre más de 500.000 km2, en ella se ubican siete Estados Nación, cerca de 40 colindancias transfronterizas (marítimas y terrestres), los cuerpos de agua dulce más grandes del continente al sur de los Grandes Lagos, modelos gubernamentales de la más variada naturaleza ideológica, un Tratado de Libre Comercio con los EEUU –el primero de alcance “regional”-, millones de pobladores indígenas, un sistema de integración regional más que cincuentenario, y una mezcla de estilos de desarrollo que incluyen a dos de los países con mayor desarrollo relativo del Hemisferio (Costa Rica y Panamá), y a dos de los más pobres (Nicaragua y Honduras). Este contexto es propicio para todo tipo de estudios y aproximaciones comparativas de enorme interés científico.
Centroamérica es, por lo tanto, una región estratégica para lo que sucederá en el futuro en toda América Latina. Los Estados Unidos de América lo han visto con claridad desde antes que ocurrieran los hechos históricos que hoy se celebran en el marco del Bicentenario. Los llamados padres de la independencia norteamericana, empezado por Thomas Jefferson, no escatimaron llamados a sus compatriotas para que se expandieran “naturalmente” sobre los ricos territorios aledaños a sus fronteras, en ese tiempo en franca expansión territorial. Los recientes acontecimientos de Honduras muestran cómo la gran potencia del Norte no escatima esfuerzos por mantener en el redil este territorio al que reclama como su patio trasero.
Tener la llave del cerrojo centroamericano es crucial para el futuro que se avecina.

¿Por qué debemos prepararnos los latinoamericanos?

La influencia y el poder que conserva el Pentágono –a través del Comando Sur- y los neoconservadores sobre las relaciones con América Latina, especialmente en México, Centroamérica, el Caribe y Colombia, incrementa los riesgos y amenazas para nuestra región, dada la apuesta de estos grupos por la soluciones militaristas y antidemocráticas a su crisis de hegemonía.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El título de estas líneas alude a la pregunta con la que el Dr. Carlos Oliva reflexiona sobre el futuro de las relaciones interamericanas, en uno de los capítulos de su libro Estados Unidos y América Latina a principios del siglo XXI. Alternativas políticas frente a la dominación imperialista. La evolución de los acontecimientos en la potencia del Norte y, en general, la agudización de la crisis del sistema capitalista global en los últimos años, parece dar cada vez más razón a los planteamientos de esa obra.
¿Por qué debemos prepararnos? Según el historiador e investigador cubano, el “Sistema Americano” vigente en nuestros días, es decir, aquel que se fue configurando en la contradicción permanente entre los proyectos e ideales de unidad latinoamericana, versus la Doctrina Monroe, el Destino Manifiesto, el Panamericanismo comercial y político, la Doctrina de Seguridad Nacional y la Guerra Infinita contra el Terrorismo, estaría llegando a un escenario definitorio de disputa por la dominación económica, política y cultural, y el control de recursos naturales estratégicos en peligro de agotamiento.
Para América Latina, que posee “importantes reservas de recursos naturales como el petróleo y sus derivados, el agua potable y la biodiversidad, en principio, y ahora, como gran reservorio territorial para convertir tierras y alimentos en bioenergéticos”, esto implicaría el riesgo creciente de “enfrentar una batalla colosal por defender su precaria soberanía, muy lesionada por los efectos del neoliberalismo, la transnacionalización capitalista, y toda la historia de sus relaciones con Estados Unidos[1].
Esa batalla, que se viene librando, desde distintos frentes, a lo largo de la última década, enfrenta a los pueblos de nuestra América y sus gobiernos más progresistas, contra los empeños imperialistas –hoy llamados “esfuerzos globalizadores”- de restauración de la hegemonía perdida por los EE.UU.
En una reciente entrevista concedida a la revista The New Left Review, y reproducida por el diario argentino Clarín, el historiador británico Eric Hobsbawm explicó que uno de los cambios más llamativos que se han producido en el sistema internacional fue “el clamoroso fracaso” de los EE.UU en su intensión de imponer una nueva hegemonía mundial, tras los atentados del 11 de setiembre de 2001. Hobsbawm confiesa, con cierto grado de asombro, que “nunca dejo de sorprenderme ante la absoluta locura del proyecto neoconservador, que no sólo pretendía que el futuro era Estados Unidos, sino que incluso creyó haber formulado una estrategia y una táctica para alcanzar ese objetivo. Hasta donde alcanzo a ver, no tuvieron una estrategia coherente[2].
Ese fue el terreno sembrado por George W. Bush durante sus dos gobiernos, y en el que ahora cosecha el presidente Barack Obama, de quien Hobsbawn asegura que “desperdició la ocasión” de realizar cambios efectivos en su país. “Su verdadera oportunidad estuvo en los tres primeros meses, cuando el otro bando estaba desmoralizado y no podía reagruparse en el Congreso. No la aprovechó. Podemos desearle suerte pero las perspectivas no son alentadoras[3].
La prueba fehaciente de ese desperdicio de una oportunidad política sin precedentes, y del fracaso estratégico de EE.UU., con sus inevitables consecuencias para América Latina, lo encontramos en el informe Esperando el cambio: tendencias de la asistencia en seguridad de Estados Unidos para América Latina y el Caribe , dado a conocer en días pasados por un grupo de think tanks con sede en Washington, y en el que declaran que “el gobierno del demócrata Barack Obama continúa con la tendencia a la militarización de la política de Estados Unidos hacia América Latina, sin distanciarse de la anterior administración republicana, y concede atención insuficiente a los derechos humanos[4].
El acuerdo para la instalación de siete bases militares en Colombia, la permanencia en funciones de la Cuarta Flota, el Plan Mérida, la ambigüedad frente al golpe de Estado en Honduras y las violaciones a los derechos humanos cometidas bajo los gobiernos de los dos principales aliados de Washington –México y Colombia-, son los elementos claves de esta política de militarización de nuestra región. A esto se suma el hecho de que “47 por ciento de los tres mil millones de dólares de ayuda estadunidense a América Latina se destina a fuerzas militares o policiales[5].
La Casa Blanca intentó minimizar estas críticas con la presentación de una nueva estrategia de seguridad nacional[6], desprovista de la verborrea belicista y del concepto de “guerra contra el terrorismo” acuñado por el expresidente Bush hijo, además de la inclusión de programas de asistencia para el desarrollo. Es decir, un intento por desmarcarse del dominio puro y duro por la vía de las armas. Pero visto está, al cabo de un año, que la retórica de Obama no se traduce en acciones concretas ni puede –y tampoco quiere- romper sus vínculos con el establishment del complejo militar-industrial.
Lo cierto es que la influencia y el poder que conserva el Pentágono –a través del Comando Sur- sobre las relaciones con América Latina, especialmente en México, Centroamérica, el Caribe y Colombia, no solo habla de la pervivencia del legado guerrerista de Bush y el predominio de los neoconservadores republicanos en el diseño de la política exterior, sino que incrementa los riesgos para nuestra región, dada la apuesta de estos grupos por la soluciones militaristas y antidemocráticas a su crisis de hegemonía (como ocurrió en Venezuela en 2001, en Bolivia en 2008 y en Honduras en 2009).
El desenlace de tres hechos podría arrojar luz sobre el comportamiento de la potencia norteamericana en el futuro cercano: primero, la huelga universitaria en Puerto Rico que, con un creciente apoyo social, cuestiona abiertamente el sistema colonial de dominación de la isla, en medio de una feroz andanada neoliberal; a esto se suman, por un lado, las elecciones legislativas del mes de setiembre en Venezuela (con el derrocamiento del presidente Chávez y la recuperación del control sobre el petróleo como horizonte de miras de la oposición y del Departamento de Estado de EE.UU.); y por el otro, las presidenciales de octubre en Brasil. Ambos resultados, si favorecen a los proyectos políticos en curso, podrían consolidar en el tiempo al bloque progresista latinoamericano, especialmente en el eje Caracas-Brasilia, que ejerce un contrapeso inobjetable y necesario a la hegemonía estadounidense en el continente. En cambio, una derrota del Partido Socialista Unido de Venezuela o del Partido de los Trabajadores de Brasil, abriría una puerta de incertidumbre para los procesos de cambio en toda la región.
Una última imagen ilustra el momento de doble desafío que vive nuestra América en sus relaciones con EE.UU: el 25 de mayo, en Buenos Aires, presidentes y delegaciones latinoamericanas, incluido en primera fila el depuesto presidente hondureño Manuel Zelaya, se reunieron para festejar el Bicentenario de la independencia Argentina[7]. Tal y como ya lo han hecho en Ecuador, Bolivia y Venezuela. Mientras tanto, ese mismo día, en Washington, el presidente Obama anunció el envío de 1200 soldados más a los estados fronterizos con México[8], en lo que ha sido interpretado como una victoria de los racistas neoconservadores, y un respaldo soterrado a la polémica Ley de Arizona. En definitiva, una muestra más de cómo se revuelven las convulsas entrañas del monstruo, en medio de una crisis inédita.
Como puede apreciarse, si es importante prepararnos para la actual fase de desarrollo del imperialismo y sus amenazas implícitas, lo es aún más aprovechar las oportunidades que este tiempo nos ofrece y nos reclama. En particular, la de concretar la unidad y la integración profunda entre los pueblos de nuestra América. Como bien dice el Dr. Oliva, la del siglo XXI “debe ser la batalla final por la independencia latinoamericana[9].

NOTAS
[1] Oliva, Carlos (2009). Estados Unidos y América Latina a principios del siglo XXI. Alternativas políticas frente a la dominación imperialista. Heredia, Costa Rica: Facultad de Filosofía y Letras – Universidad Nacional. Pág. 131.
[2] “Las mutaciones incesantes de un mundo sin sosiego”. Entrevista a Eric Hobsbawm (Especial de la revista The New Left Review). Diario Clarín, 23 de mayo de 2010. Disponible en: http://www.clarin.com/suplementos/zona/2010/05/23/z-02198934.htm
[3] Ídem.
[4] “La política de Obama hacia América Latina, igual a la republicana: militarización”, La Jornada, México D.F. 25 de mayo de 2010. Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2010/05/25/index.php?section=mundo&article=020n1mun
[5] Ídem.
[6] “La estrategia de seguridad nacional de Obama”, Página/12, Buenos Aires. 28 de mayo de 2010. Disponible en: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-146487-2010-05-28.html
[7] “Euforia popular en el cierre de los festejos del bicentenario en Argentina”, La Jornada, México D.F. 26 de mayo de 2010. Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2010/05/26/index.php?section=mundo&article=023n1mun
[8] “Obama mandará 1200 soldados de la guardia nacional a la frontera con México”, El País, España. 25 de mayo de 2010. Disponible en: http://www.elpais.com/articulo/internacional/Obama/mandara/1200/soldados/guardia/nacional/frontera/Mexico/elpepuint/20100525elpepuint_14/Tes
[9] Oliva, op. cit. Pág. 148-149.

Miami y la caída inminente de Cuba

Hoy sabemos que la historia latinoamericana no puede ser vista y entendida de espaldas a la Revolución Cubana; con más de cincuenta años, Cuba está presente y seguirá viva en la historia. Les guste o no a algunos, esa revolución se hizo para quedarse y hoy influye, atraviesa y extiende sus manos solidarias a muchos pueblos.
Abner Barrera Rivera / AUNA-Costa Rica
A propósito del próximo mundial de fútbol, recuerdo hace algunos meses a aquel niño de once años que, cuando terminó de leer el libro El fútbol a sol y sombra, del escritor Eduardo Galeano, me preguntó: ¿Por qué en este libro que habla sobre fútbol, el autor menciona varias veces “Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas”?
Como es sabido Eduardo Galeano se convirtió en un escritor conocido a partir de Las venas abiertas de América Latina; muchos se acercaron a su pensamiento a través de esa obra. Su producción literaria es vasta. El libro El fútbol a sol y sombra, no es reciente, la 1ª edición fue en 1995 (aquí usamos la sexta edición aumentada de 2004), pero como dice el mismo autor, hacia el futbol ha habido cierto rechazo: “El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece… En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria”.
Quienes lean el libro encontrarán que el autor recrea muchos momentos importantes del fútbol presentándolos, como no puede ser de otra forma, insertos en los vaivenes de la historia; llena de anécdotas deportivas mezcladas con el mundo de la política, la economía, las creencias, las costumbres. Está escrito con humor, con picardía y con ironía muy fina.
¿Cómo puede ser que Eduardo Galeano esté hablando en su libro acerca del fútbol y haga referencia a Cuba, país donde el fútbol no es el deporte preferido de la gente?
Hoy sabemos que la historia latinoamericana no puede ser vista y entendida de espaldas a la Revolución Cubana; con más de cincuenta años, Cuba está presente y seguirá viva en la historia. Les guste o no a algunos, esa revolución se hizo para quedarse y hoy influye, atraviesa y extiende sus manos solidarias a muchos pueblos.
Pero en todo este tiempo -desde 1959-, no han faltado algunos “cientistas” políticos que han publicado libros anunciando la caída de la Revolución Cubana, profetizando su derrumbe y contando los días y las horas para su pronta desaparición. Incluso muchos de esos pseudoescritores han recibido premios por sus falsas profecías. Para muestra tenemos a Andrés Oppenheimer con La hora final de Castro y al terrorista Carlos Alberto Montaner con Víspera del final: Fidel Castro y la revolución cubana. Ambos siguen publicando sus exabruptos y calumnias en el Miami Herald.
A ellos se les suman otros dos terroristas de la palabra, Vargas Llosa padre e hijo; ambos también colaboradores y calumniadores en los medios de desinformación del manicomio de Miami. Estos cuatro publicistas se pasan la vida viajando por el mundo difamando a Cuba y pronosticando fecha y hora del derrumbe del socialismo y de la muerte de Fidel Castro. Sus escritos no tienen el mínimo nivel de rigor académico; son deseos y pasiones llenos de odio, envidia y venganza. En sus escritos no es posible encontrar ningún análisis serio sobre Cuba. Al igual que los inquilinos que pasan por la Casa Blanca, también ellos se caracterizan por subestimar a la Revolución Cubana, a sus gobernantes y a su pueblo; despreciar el sistema socialista, la historia que los acompaña y a la inteligencia cubana.
Cuando Galeano menciona aquella frase que nos recordó el niño “Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas”, está aludiendo a la información procedente de la indigencia intelectual de los trogloditas contrarrevolucionarios que escriben en los medios comerciales y reaccionarios de Miami.
En el libro, cada vez que el autor señala esa frase, es inmediatamente después del subtítulo de cada uno de los mundiales de fútbol que hubo luego de la gesta heroica del triunfo de Revolución Cubana. Empieza con el Mundial de 1962 en Chile y termina con el Mundial de 2002 en Corea del Sur y Japón. La referencia se repite once veces.
La ironía es exquisita: “fuentes bien informadas de Miami”, ¿cuáles? Habrá fuentes, pero ¿bien informadas? Eso no existe. “Inminente caída de Fidel Castro… en cuestión de horas”. Ni inminente ni ulteriormente. ¿Acaso la revolución la hicieron sólo los barbudos en la Sierra Maestra? La hicieron con el apoyo del pueblo, por eso, con el paso de los años se fue fortaleciendo.
Los mundiales de fútbol se han seguido realizando cada cuatro años y los agoreros no han cesado en sus vaticinios, pero nunca han acertado nada. Amamantados por la industria mafiosa de la contrarrevolución de Miami, continuarán con sus alucinaciones sobre la Revolución Cubana y así nos divertirán un poco más.

La proeza de los universitarios de Puerto Rico

Más de un mes de huelga de los estudiantes frente a la arrogancia y la represión del poder colonial de Estados Unidos en Puerto Rico es ya una gigantesca proeza que merece el reconocimiento y la solidaridad de los estudiantes y de los pueblos, en primer lugar los de nuestra América.
Ángel Guerra Cabrera / LA JORNADA
El odio y la sed de venganza del gobernador colonial Luis Fortuño contra los estudiantes en huelga de la Universidad de Puerto Rico parecen no tener límites. Desde el inicio del movimiento, hace ya cinco semanas, la policía arremetió contra los jóvenes dentro del recinto de Río Piedras en violación de la autonomía universitaria y se han escuchado frecuentes amenazas del funcionario al uso de la fuerza frente a los huelguistas. La isla vio con indignación el ensañamiento con que el cuerpo de elite policiaco tundía a macanazos a los padres, activistas y artistas que intentaban pasarles alimentos a los alumnos en resistencia a través de los sitiados portones del plantel de Río Piedras.
Hace unos días los esbirros de Fortuño hicieron caer a mansalva sus cachiporras y rociaron gas pimienta sobre cientos de estudiantes de la universidad y trabajadores que manifestaban en el hotel Sheraton de San Juan en rechazo a las políticas antiobreras y privatizadoras del gobernador, a unos metros de donde éste disfrutaba una cena tea party a mil dólares el cubierto, un hecho que por sus características hace pensar en una emboscada tendida con premeditación. Sólo el firme apego a la lucha pacífica de los manifestantes impidió que la provocación hiciera escalar la violencia fuera de control. Aquella provino del entorno más cercano del gobernador, uno de cuyos escoltas habría dado inicio a la agresión, denunció el doctor Héctor Pequera, copresidente del Movimiento Independentista Nacional Hostosiano.
Fortuño y el bloque de poder del llamado Estado Libre Asociado no pueden calcular en su arrogancia y mediocridad colonialista el enorme impulso que el actual movimiento estudiantil puede imprimir a las luchas sociales en Puerto Rico, pero su instinto de clase los hace temer que la más mínima concesión a los estudiantes siente un precedente peligroso fuera de los planteles.
En cambio, los profesores, intelectuales y artistas patriotas y, por supuesto, los estudiantes, sí son conscientes de la trascendencia histórica del movimiento, heredero de una vigorosa tradición insurrecta. Al rechazar frontalmente el intento de liquidar la universidad pública mediante la exclusión de los numerosísimos alumnos de escasos recursos se ha convertido en el símbolo de la resistencia puertorriqueña contra las medidas ultraneoliberales del gobierno de Fortuño.
En la proclama del primer día de trasmisión de Radio Huelga el estudiante Ricardo Olivera Lora expresaba: “…este movimiento que apenas comienza y que promete ser el pie forzado a un proceso de lucha social en Puerto Rico… no toleraremos que las políticas sociales y económicas del gobierno estén dirigidas a vejar al pueblo trabajador... hacer de este espacio uno que ayude a devolver esa esperanza perdida…”
Son ideas que permiten comprender lo que está en juego en la huelga estudiantil que no en balde ha ganado la batalla de la opinión pública y cuentan ya con apoyos fundamentales como es el de los artistas y la coalición Todo Puerto Rico por Puerto Rico, que agrupa a las centrales obreras y a la mayoría de las expresiones del movimiento popular. En un hecho insólito, los profesores de la universidad acordaron sumarse a la huelga en caso que continúe la represión contra los jóvenes y que no exista voluntad de diálogo por las autoridades de la institución.
El presidente de la universidad, nombrado por el gobernador, y la Junta de Síndicos, designada por el presidente, han mostrado un gran cinismo y cerrazón al sentarse a negociar con los representantes electos de los estudiantes, a lo que se vieron forzados dada la enorme fuerza moral y política del movimiento y el apoyo casi unánime con que cuenta en la isla. Esos funcionarios son, además, personas contrarias al espíritu y las prácticas universitarias, como ha sido denunciado por numerosos profesores y egresados del alma mater. Así, es fácil explicarse por qué no se avanza en la negociación, e incluso se retrocede, pues cuando los síndicos aceptan un punto en una sesión, lo rechazan en la siguiente.
Más de un mes de huelga de los estudiantes frente a la arrogancia y la represión del poder colonial de Estados Unidos en Puerto Rico es ya una gigantesca proeza que merece el reconocimiento y la solidaridad de los estudiantes y de los pueblos, en primer lugar los de nuestra América. Radio Huelga ha dicho que este movimiento contiene el sueño de otro mundo posible y que los estudiantes no darán ni un paso atrás.

México. Narcotráfico: cambio de enfoque y soberanía

A más de tres años de que el país fue sumido en la guerra contra la delincuencia y cuando el saldo de ésta supera los 20 mil muertos, lo menos que puede pedirse al gobierno federal es un balance honesto, transparente y autocrítico, y una recuperación de la soberanía que es particularmente irrenunciable en los ámbitos de la seguridad pública y la seguridad nacional.
Editorial de LA JORNADA (México, 28 de mayo de 2010)
(Ilustración de Hernández, LA JORNADA)
En medio del debate bipartidista por la dimensión y los alcances que tendrá el despliegue militar decidido por el gobierno de Washington en la frontera con México, la Casa Blanca envió ayer al Capitolio una propuesta para realizar modificaciones de fondo a la Iniciativa Mérida; de acuerdo con la propuesta, se reasignaría a acciones contra la corrupción y de defensa de los derechos humanos los recursos originalmente previstos para la dotación de helicópteros y aviones a las corporaciones mexicanas de seguridad. Tal iniciativa tiene como contexto el viraje emprendido por la administración de Barack Obama en materia de combate al narcotráfico y las adicciones, y que apunta a privilegiar la reducción de las segundas y a abandonar el enfoque militarista impuesto por anteriores gobiernos estadunidenses.
Como ya se ha señalado en este espacio, tales ajustes en la política de Washington contra las drogas apuntan en la dirección correcta, por más que resultan insuficientes y tardíos, en la medida en que dejan intocada la circunstancia central que da origen al narcotráfico –la prohibición legal de ciertas sustancias– y que se presentan después de que la guerra contra las drogas ha causado un daño social e institucional inconmensurable en diversos países, empezando por México, y ha carecido de resultados significativos en el ámbito de las adicciones.
Sin dejar de lado el aspecto positivo de esto que parece configurar un golpe de timón, es extremadamente preocupante que las autoridades mexicanas hoy acepten, con una actitud parecida a la docilidad, enfoques y puntos de vista que, cuando fueron expresados por sectores de la sociedad nacional, resultaron rechazados y descalificados de manera terminante por la administración que encabeza Felipe Calderón.
Con una mirada retrospectiva, no deja de sorprender que, con la misma disposición con la que el gobierno mexicano firmó, en junio de 2008, la Iniciativa Mérida –un acuerdo internacional concebido por la presidencia de George W. Bush y que unció a nuestro país y a las naciones centroamericanas a las tradicionales directrices belicistas de Washington en el combate a las drogas–, hoy se acate el reajuste de ese instrumento para adecuarlo a la orientación que propugna Barack Obama.
La obsecuencia mostrada en este punto por las autoridades nacionales da argumentos a quienes sostienen que el gobierno mexicano carece de una estrategia propia contra el fenómeno de la delincuencia organizada, una apreciación que no se limita a sectores críticos en México sino que comparte la secretaria de Estado del país vecino, Hillary Clinton. Más grave aún, los hechos mencionados fortalecen el señalamiento de que las políticas y las acciones oficiales de nuestro país en materia de combate al narcotráfico y a la delincuencia organizada no se definen aquí, sino en Washington.
Hace dos días, el empresario Eugenio Clariond Reyes Retana expresó que el designio gubernamental de encarar a los cárteles de la droga por medio de las fuerzas armadas ha desembocado en una guerra perdida. La reformulación de estrategias que tiene lugar en la Casa Blanca reconoce de manera explícita que las fórmulas de fuerza no han funcionado. Por lo que hace a las autoridades mexicanas, existe un discurso ambiguo en el que lo mismo caben las advertencias contra el menor cambio de rumbo que rectificaciones a trasmano, como la reciente salida de Ciudad Juárez del Ejército y, más recientemente, la aprobación externada por diversos funcionarios al viraje de Washington. A más de tres años de que el país fue sumido en la guerra contra la delincuencia y cuando el saldo de ésta supera los 20 mil muertos, lo menos que puede pedirse al gobierno federal es un balance honesto, transparente y autocrítico, y una recuperación de la soberanía que es particularmente irrenunciable en los ámbitos de la seguridad pública y la seguridad nacional.

Arizona, la xenofobia y la ley

La Operación Guardián y la Operación Escudo, aunadas al florecimiento económico de Phoenix, han vuelto al estado de Arizona la punta del embudo por donde se han ido derramando todos los desahogos del imaginario social estadunidense, ante las embestidas sufridas en los últimos tres lustros.
Febronio Zatarain / EL SEMANAL (LA JORNADA)
La implementación de la Operación Guardián y la Operación Escudo a lo largo de la frontera de Estados Unidos con México en 1994, convirtió el desierto de Arizona en el área más “atractiva” para introducirse ilegalmente a Estados Unidos. Estas “operaciones” generaron el crecimiento de mafias encargadas de transportar a indocumentados. Además, en los últimos dieciséis años han muerto alrededor de 5 mil indocumentados, mayormente mexicanos, en su intento por llegar a Atlanta, a Los Ángeles, a Chicago.
Antes casi todos los migrantes cruzaban por el río Bravo o por cualquier punto de la frontera que los llevara a territorio californiano. Luego, al dejar atrás la última garita, se desplazaban tranquilamente a su destino. La gran mayoría de los trabajadores agrícolas iban y venían. Quienes los ayudaban a cruzar la primera vez no eran seres desconocidos; eran gente de su mismo pueblo o de su región. Y digo la primera vez porque después de aprendido el camino cada uno podía hacerlo por su cuenta. Esta gente respondía más al perfil del “bracero”: es decir, personas que no concebían su existencia en Estados Unidos. Pero desde 1994 todo cambió. Esos migrantes de Jalisco, Michoacán, Guanajuato, que conocían todos los “caminos, ríos y cañadas desde Tijuana a Reynosa” se han extinguido. Ahora, si se logra cruzar, es para quedarse.
El inmigrante viene en busca de trabajo, y si en su camino se le presenta la oportunidad de trabajar, lo hace. En 1994, el número de indocumentados en Arizona no rebasaba los 50 mil; ahora se cree que hay casi medio millón. Hay dos razones: es la principal entrada para migrantes y tiene –en estos tiempos de recesión– la ciudad de mayor desarrollo económico en la última década: Phoenix.
Toda ciudad estadunidense debe su prosperidad a los inmigrantes. Eso lo sabe Phil Gordon, alcalde de Phoenix. Por eso ha ordenado al fiscal de la ciudad que demande al estado de Arizona para dar marcha atrás a la recién aprobada ley SB1070, que criminaliza al indocumentado. Gordon sabe que sin el aporte laboral de los indocumentados se hundirían las industrias restaurantera, hotelera y de la construcción de Phoenix. Eso también lo sabe el alcalde de cualquier gran urbe estadunidense, como Michael Bloomberg, de Nueva York, para quien la SB1070 es un “suicidio nacional... Si queremos tener un futuro, necesitamos tener más inmigrantes”. Palabras que podrían endosar los alcaldes de Chicago, Los Ángeles, Seattle, porque ellos mejor que nadie saben esa verdad: el crecimiento económico no es posible sin los inmigrantes.
LA ERA 9/11. CRIMINALIZACIÓN DE INMIGRANTES
En 1996 se aprobó la ley denominada iiraira, que en algunos apartados señala que todo residente que haya cometido un crimen (golpear a su esposa, participación en pandillas, etcétera) deberá ser deportado; también daba derecho a las autoridades locales de solicitar capacitación para sus cuerpos policíacos a fin de que pudieran fungir como oficiales de migración. Lo curioso es que dichos apartados no se aplicaban porque, pese a que se aprobaban leyes de carácter reaccionario como éstas, el péndulo ideológico estadunidense seguía cargado hacia su lado liberal. Pero cayeron las Torres Gemelas y entre el polvo y el humo se extravió el espíritu liberal o humanista estadunidense –el que acepta y respeta la existencia de quien es diferente–, y quien vino a tomar el timón de esta nación fue su espíritu conservador e inhumano –el que se encierra en su raza, su idioma y su ideología–; el mismo que luchó por mantener a los negros como esclavos en la segunda mitad del siglo XIX; el mismo que repatrió a más de 500 mil mexicanos durante la depresión de 1929; el mismo que puso a estadunidenses de origen japonés durante la segunda guerra mundial en campos de concentración por cuestiones de seguridad nacional; el mismo que siguió asesinando o linchando negros en los estados del sur por el simple hecho de ser negros o por ser sospechosos de haber cometido un crimen.
Hay dos aspectos que caracterizan a Estados Unidos en los albores de la era 9/11. El primero, que aparentemente se distancia del tema de estas líneas, es la prohibición de cualquier tipo de crítica al presidente. Este Big brother orwelliano tenía dos ojos: el Estado y la sociedad civil –George W. Bush tenía el apoyo de 91 por ciento de la población. En aquel septiembre fatídico, dos periodistas fueron despedidos, uno por escribir que Bush “estaba volando alrededor del país como niño asustado”, y el otro por señalar que el presidente “había huido”. El caso más sonado fue el del comediante y anfitrión televisivo Bill Maher, a quien la cadena ABC ya no le renovó el contrato, porque Maher estuvo de acuerdo con uno de sus invitados, para el cual los perpetradores del atentado “no eran cobardes”. La crítica, pero sobre todo el humor, desaparecieron por completo de la sociedad estadunidense. Colegas de Maher, como Jay Leno, David Letterman y Conan O’Brien se veían nerviosos en sus programas; cualquier comentario que molestara a su audiencia podía costarles el trabajo. La risa volvió al rostro de Estados Unidos hasta principios de 2003, cuando Bush y su vicepresidente ya hablaban abiertamente de la necesidad de invadir Irak.
El segundo aspecto que debe resaltarse es que todo extranjero de piel morena comenzó a estar bajo sospecha, y se buscó la manera de aplicar rigurosamente la ley. Se empezaron a desempolvar los apartados de la ley IIRAIRA referentes a migración y se creó un reglamento de emergencia: la Ley Patriota.
En los primeros tres años de la era 9/11, los inmigrantes más afectados fueron los de origen árabe. Se les detenía durante días o meses, se les interrogaba y luego se les deportaba o se les dejaba libres sin ninguna explicación. Los indocumentados que se detenían eran parte de los “daños colaterales” porque el objetivo eran los terroristas. Quien movió la mira fue el ya fallecido catedrático de Harvard, Samuel P. Huntington, quien en un ensayo titulado “El reto hispano” consideró a los mexicanos un peligro para el espíritu de progreso de este país. A partir de ahí los conservadores encontraron la justificación para mover su rifle y apuntar al indocumentado: surgió el grupo de cazainmigrantes Minuteman Project, el congresista James Sensenbrenner propuso la Real ID Act a principios de 2005, y a fines del mismo año la HR4437, en la que se criminalizaba al indocumentado. La indignación no se hizo esperar y, en la primavera de 2006, más de 10 millones de personas salieron a protestar a lo largo y ancho del país.
Las represalias por parte del Estado llegaron al instante: las redadas masivas se volvieron noticia; de la ley IIRAIRA se reavivó el inciso 287 (g), en el que se autoriza al Departamento de Seguridad Interna a acordar con autoridades locales la capacitación de sus cuerpos policíacos para que al mismo tiempo funjan como oficiales de migración. Es gracias a este inciso que en el condado de Maricopa, Arizona, existe un sheriff como Joe Arpaio, para quien la razón de su existencia se ha vuelto la captura de indocumentados.
Para el gobierno federal era importante “escarmentar” al indocumentado a fin de que no se le ocurriera salir de nuevo a la calle a protestar. Por eso, de manera selectiva, se ha condenado a inmigrantes a prisión bajo acusaciones como robo de identidad o reincidencia en el cruce de la frontera.
“WE WANT AMERICA BACK!”
Hay dos hechos de 2008 que revitalizaron la xenofobia. Por un lado está la crisis económica que disparó el índice nacional de desempleo por arriba del diez por ciento. Para la visión conservadora, los responsables de la catástrofe económica son los inmigrantes.
Por otro lado, quien ganó las pasadas elecciones presidenciales fue un negro: Barack Obama. Como es políticamente incorrecto atacar a Obama por su color de piel, para librarse del enojo y de la incomodidad que esta circunstancia le provoca, el espíritu reaccionario busca subterfugios para desahogarse, y uno de ellos es la piel oscura de la gran mayoría de los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos. Alrededor de 8 millones de estos seres de color café tienen un lado flaco por el que se les puede atacar legalmente: su condición de indocumentados. Para cualquier miembro del Minuteman Project o del Tea Party es fácil enmascarar su racismo diciendo que no están en contra de la inmigración legal –un tipo de inmigración tan limitada que podríamos considerarla irreal–, ni de los hispanos, sino de la ilegalidad.
El grupo más golpeado por las desregulaciones en la economía ha sido la clase media blanca. En la década de los años ochenta y gran parte de los noventa, fueron atacados los trabajadores de cuello azul, clase laboral en vías de extinción. En lo que va del milenio, los atacados han sido los trabajadores de cuello blanco. Pero esta verdad no es evidente para el blanco que ha perdido algunos o todos sus beneficios. En su entorno ve a miles de inmigrantes, documentados o no, que sí están trabajando y que a veces tienen mayores beneficios que él, y su reacción antiinmigrante no se hace esperar: “We want America Back!”
En síntesis, la Operación Guardián y la Operación Escudo, aunadas al florecimiento económico de Phoenix, han vuelto al estado de Arizona la punta del embudo por donde se han ido derramando todos los desahogos del imaginario social estadunidense, ante las embestidas sufridas en los últimos tres lustros.
El monstruo que se desbordó por las calles de Chicago, Los Ángeles, Dallas y Denver en la primavera de 2006, se replegó ante el peligro de ser deportado. Pero, a veces, la dignidad se impone sobre el miedo: el pasado primero de mayo ese monstruo apenas nos mostró su rostro.
En las próximas semanas sabremos si le veremos o no todo el cuerpo: si el inmigrante estará dispuesto a defender su dignidad de trabajador bajo el riesgo de ser deportado, o si preferirá agachar la cabeza ante el miedo y aceptar en silencio todas las vejaciones legales que se les ocurran a los congresos locales y federal, así como el abuso y la discriminación cotidiana que recibirá en la calle y en su centro de trabajo.

El AdA contra Honduras

La firma del AdA y el reconocimiento del golpismo en Honduras trasciende una lectura circunstancial y local. El AdA refuerza poderes económicos tradicionales, al mismo tiempo que favorece su reconfiguración, y refuerza los poderes políticos correspondientes, de carácter jerárquico-excluyente-autoritario, a través de un Estado corporativizado y un sistema político generador de exclusión.
Andrés Cabanas * / ADITAL

La firma del Acuerdo de Asociación Unión Europea-Centroamérica (AdA), con la rúbrica de Honduras y en presencia del gobernante de facto, Porfirio Lobo, implica el reconocimiento del golpismo hondureño y legitima futuros quiebres autoritarios en la región. Un Acuerdo firmado sin condicionamiento ni cuestionamiento al golpe de estado y su mecanismo de sucesión (elecciones realizadas bajo represión y restricción de libertades, con baja participación, continuidad de actores y políticas, fortalecimiento del poder del ejército) debilita principios democráticos, lanzando un mensaje de permitida regresión.

El 19 de mayo, fecha de la firma en Madrid, convierte el golpe de estado de 28 de junio en un estado de golpe: es decir, el intento de consolidar un paradigma involucionista, con legitimación del uso de la fuerza frente a la voluntad popular. Este paradigma se fundamenta tanto en consideraciones geoestratégicas (contención frente a luchas sociales y gobiernos progresistas), como internas: reconfiguración de actores y del modelo capitalista, en crisis y transición.

El golpe de estado en Honduras se reduce a anécdota, ante la importancia de los intereses económicos en juego. Las necesidades de los mercados se anteponen a los valores e intereses colectivos: para Europa, se garantiza el retorno de inversiones, el desarrollo de telecomunicaciones, banca, energía, agrocombustibles (ya libres de aranceles), acceso a la biodiversidad, acceso a contratos y licitaciones públicas (igualmente favorecido por el recién aprobado Decreto Ley 6-2010, Ley de Participación Público Privada en Materia de Infraestructura[1]). Implica un beneficio económico directo para grandes empresas, que obtienen la mayoría de sus utilidades en Latinoamérica: Endesa, 44%; Telefónica, 45%, Iberdrola, 25%. Genera un beneficio geopolítico (en un territorio en disputa con Estados Unidos, Rusia, China, Brasil, Colombia y los gobiernos progresistas del Sur). Es decir, el AdA alcanza una dimensión estratégica, amplificada en un contexto de crisis, más allá de las reducidas cifras de comercio regional bilateral.

Para Centroamérica, o para las empresas centroamericanas, el AdA supone oportunidad de alianzas con transnacionales y gobiernos europeos; diversificación de actividades, sin modificar su naturaleza primaria agroexportadora dependiente; y nuevos mercados-cuotas de producción, que no representan beneficios colectivos, pero sí incentivan procesos de acumulación de las corporaciones económicas hoy predominantes.

La reacción inicial en Centroamérica y países de la Unión Europea, especialmente España, fue de condena al golpe y suspensión temporal de las negociaciones del AdA. En la práctica el calendario se mantuvo inmutable: se firmó en el cierre de la Cumbre de Presidentes Unión Europea-América Latina, contra viento, marea, sol, crisis, amenaza de estallido de la moneda común europea, volcanes encenizados, casi terremotos generalizados, y aquiescencia de todos los presidentes centroamericanos, incluidos los considerados de izquierda.

El guión pre-escrito tampoco sufrió modificaciones. Se negoció y firmó, con pequeñas variantes, lo ya acordado y de interés mutuo: es decir, la promoción de inversiones europeas en la región, en alianza con oligarquías locales, a las que se subordinan gobiernos y sistema político. Esto, a cambio de una leve apertura comercial para ciertos productos de Centroamérica.

En este marco de intereses, la firma del AdA y el reconocimiento del golpismo en Honduras trasciende una lectura circunstancial y local. El AdA refuerza poderes económicos tradicionales, al mismo tiempo que favorece su reconfiguración, y refuerza los poderes políticos correspondientes, de carácter jerárquico-excluyente-autoritario, a través de un Estado corporativizado y un sistema político generador de exclusión. El golpismo, el estado de golpe como proyecto, puede partir de la institucionalidad democrática existente y convivir formalmente con algunas de sus normas, pero también pretende concretar el recorte de libertades y de lo público en nuevos textos constitucionales (ejemplo, Pro Reforma en Guatemala).

El desarrollo del AdA se beneficia o precisa eventualmente de un marco legal autoritario, o una salida autoritaria como garantía de estabilidad de inversiones. No sería entonces casual la coincidencia entre la firma del AdA, la presencia de Pepe Lobo en Madrid, y la finalmente cancelada conferencia del golpista Micheletti en Guatemala (el mismo 19 de mayo, para mayor simbología). Se está promoviendo este neogolpismo y neoautoritarismo del siglo XXI en Honduras y más allá de Honduras, con su normatividad desarrollada, sus alianzas recién firmadas y su discurso y liderazgo en construcción.

Nota:
[1] Para profundizar en este aspecto, recomiendo el ensayo "Las tramas de las "alianzas público-privadas", de Jorge Murga Armas, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Universidad de San Carlos de Guatemala, Boletín Economía al día, No. 5, mayo 2010.


* Diretor de Memorial de Guatemala. Visión crítica de la realidad centroamericana. Albedrío

Uribe, un adiós sin gloria

El mal no duró cien años. Aunque la propaganda enfatice en que fue el mejor de los gobiernos hasta ahora conocido en Colombia, el de Uribe será recordado como uno de los más nefastos para el país.
Carlos Gutiérrez / Le Monde Diplomatique Colombia
Estos ocho años de Álvaro Uribe al frente de los destinos de Colombia son para nunca olvidar. El doble período dejó un expediente abierto y un sello indeleble en buena parte de los connacionales. Sello imposible de borrar sin una terapia de reconciliación y un tratamiento que recorra el camino de la justicia, la soberanía; el fin de la pobreza extrema, el desempleo estructural y la ‘flexibilización’ laboral; la revisión de la gran propiedad rural y urbana, la inclusión social y la paz. Ojalá como tareas diarias de un gabinete de transición democrática.
Para no olvidar jamás. Bajo la marca comercial de ‘seguridad democrática’, desde el primer momento de su gestión, con su pregón y sus órdenes de guerra –secretas o públicas, ilegales o legales–, y el discurso de la derrota del contrario como requisito para resguardar los privilegios del establecimiento y de los dueños y testaferros de la tierra, Uribe Vélez puso sus cartas sobre la mesa: vinculación de la población civil al conflicto, como trasvase; y extensión ‘institucionalización’ o legitimación del dispositivo paramilitar de las auc. Aumento del pie de fuerza, de los soldados profesionales, y del aparato y su maquinaria militar. Sindicaciones y señalamientos a miles de personas. Todo bajo las premisas de orden, autoridad, tradición y un presidencialismo anticonstitucional. El archivo de nuestra soberanía, bajo la alianza incondicional con los Estados Unidos, y en forma creciente con las acciones encubiertas y de inteligencia con empresas de mercenarios y del Estado y el ejército israelíes que traspasan las fronteras.
En este contexto de sociedad en pie de guerra que Uribe ofreció, y que en una pasajera o más dilatada coyuntura cuenta todavía con montones de adherentes, una de sus primeras propuestas –avalada por su experiencia directa en las cooperativas Convivir– fue la de integrar un millón de ciudadanos armados e intercomunicados al servicio del Ejército, para lo cual actuó a través de diferentes mecanismos: soldados campesinos y guardabosques, taxistas en red comunicados a través de Avantel, hasta llegar a los estudiantes delatores. Y mucho más hizo a la par.
También, entrelazada y construida con dineros oficiales, mediante un entramado de organizaciones sociales afines al establecimiento, articuló una extensa red social con pretensiones corporativas y de prolongación del poder: empujada en la juventud, entre los indígenas, en el mundo sindical y en la política electoral. Asimismo, como parte de un modelo de guerra política, puso en acción un intenso modelo comunicativo y de mensajes y titulares desinformativos que no les dio descanso a los ojos y los oídos de los colombianos. Uribe quiso tapar la deuda del poder y su injusticia, que en su expresión de partidos liberal y conservador, hoy, tras las derrotas de blancos y colorados en Paraguay y del PRI en México, es la más vieja y desueta del continente.
Apenas se posesionó, anunció que al rendir el informe de sus primeros cien días daría cuenta del rescate vivos o muertos del gobernador de Antioquia y del ex ministro de Defensa Gilberto Echeverri, y de la baja al menos de alguna cabeza reconocida de la guerrilla. Como se recordará, en ese informe no pudo satisfacer la promesa de campaña y la pretensión de una guerra rápida y triunfal en su primera Presidencia. El desafortunado rescate de los plagiados vendría después.
Transcurridos algunos meses, reafirmó ante todo el país su decisión de guerra a cualquier costo. En enero de 2003, llamó a los Estados Unidos a desembarcar sus tropas en el Amazonas, “antes de hacerlo en el territorio de Iraq”. Sin fórmula alguna de solución política –distinta de un irrealizable desarme de la insurgencia con origen campesino–, siete años después hizo realidad otro paso en su proyecto de “tierra arrasada”: entregó el territorio nacional –siete bases que en realidad son 10– para que opere la potencia del Norte con su ejército, potencia con la cual, en embriaguez antipatriótica y de afectación a los vecinos de la región y el continente, se identifica sin ambigüedades. Tanto, que en 2004, al apoyar públicamente la invasión de un tercer país dijo: “[Apoyamos] el uso de la fuerza en Iraq para desarmar dicho régimen y evitar que sus armas de destrucción masiva continúen como una amenaza contra la humanidad”.
Proyecto de orden, control y disciplina que pese a disponer por ocho años initerrumpidos del mayor presupuesto para las FF.AA. y de los apoyos internacionales y militares con burla del debate en el Congreso, aún no logra que la sociedad se pliegue a la propuesta de derecha e inmoralidad financiera que se propone conservar el poder y la Casa de Nariño. LEER MÁS...

La batalla gloriosa

Ha sido importante que los Bicentenarios coincidan con una era de cambios en la región, en la que toman nueva dimensión y valor los conceptos de dignidad nacional, soberanía, libertad, democracia, constitucionalismo, republicanismo, solidaridad, equidad, buen vivir. Habría sido indigno celebrar los Bicentenarios bajo la pasada época neoliberal.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / El Telégrafo (Ecuador)
(Ilustración: Mural sobre la Batalla del Pichincha, por Luis Peñaherrera Bermeo, ubicado en Carondelet en Quito).
La Revolución de Quito que el 10 de agosto de 1809 instaló una Junta Soberana, constituyendo así el primer gobierno criollo en Hispanoamérica, inició el largo proceso de la independencia del país que hoy se llama Ecuador.
Este fue un momento crucial de la participación civil, pues los actores fueron universitarios, profesionales, intelectuales y políticos de la élite criolla, que movilizaron conceptos revolucionarios de libertad, autonomía, soberanía, representación de los pueblos, identidad y, sin duda, dignidad y valentía. La revolución avanzó hasta 1812, cuando se constituyó el Estado de Quito y se dictó la primera Constitución. En el camino, los más célebres patriotas fueron masacrados el 2 de agosto de 1810 en el propio Cuartel Real donde se hallaban presos.
Una década más tarde, bajo condiciones totalmente distintas, la Revolución de Guayaquil del 9 de octubre de 1820 abrió el camino para la independencia total del país. Ella recibió el inmediato auxilio de las tropas grancolombianas, de manera que en Guayaquil se inició la fase decisiva de la liberación del resto del territorio patrio.
Con la campaña final también se desplazó la influencia decisiva de los civiles y tomaron preeminencia los militares. El general Antonio José de Sucre condujo las tropas que, una vez independizada Cuenca, ascendieron por el Callejón Interandino, llegaron a Quito y libraron la decisiva Batalla del Pichincha del 24 de mayo de 1822, con la que definitivamente se conquistó la independencia de la Real Audiencia de Quito.
La Batalla del Pichincha fue la más “internacionalista”, pues en ella participaron oficiales y tropas provenientes de amplias regiones de América Latina y algunos europeos. No fue un hecho aislado, sino que perteneció al orden de sucesos que culminaron con la liberación anticolonial. Formó parte del proceso independentista latinoamericano, que movilizó no solo a los criollos sino a amplias capas de la población. Todas las capas sociales se beneficiaron de la ruptura del coloniaje, que hizo posible el nacimiento de las repúblicas.
Al celebrar los Bicentenarios del inicio de la independencia de América Latina estamos recordando hechos que son patrimonio histórico de nuestros pueblos y un motivo de legítimo orgullo. También ha sido importante que los Bicentenarios coincidan con una era de cambios en la región, en la que toman nueva dimensión y valor los conceptos de dignidad nacional, soberanía, libertad, democracia, constitucionalismo, republicanismo, solidaridad, equidad, buen vivir. Habría sido indigno celebrar los Bicentenarios bajo la pasada época neoliberal, en la que importaban los buenos negocios por encima de los conceptos y valores sociales, en la que el progreso se medía por el mercado libre y los intereses empresariales privados.
Doscientos años atrás, próceres y patriotas de las revoluciones de independencia latinoamericana pensaron en la libertad soberana antes que en los resultados simplemente económicos. Si se hubieran movido solo por cálculos económicos, sin privilegiar los valores y los conceptos humanos, nunca se habría dado la independencia.

Argentina: A 200 años de la Revolución de Mayo

La preocupación hace 200 años estaba en la constitución de un proyecto que hermanaba a los pueblos latinoamericanos y caribeños. Para nosotros, en nuestro territorio, la revolución de mayo fue el acto inaugural de una aspiración inconclusa que debe resolverse con un nuevo poder constituyente.
Julio C. Gambina* / ALAI
Las fechas de aniversarios favorecen los comentarios de balances y perspectivas y así se discute el legado de la Revolución de 1810 y el proyecto futuro de la Argentina.
En el cruce de ambas cuestiones sobresale la discusión sobre el librecambio. Ahora, se discutió en Madrid, en la cumbre entre la Unión Europea y América Latina y el Caribe, la reapertura de las negociaciones sobre un tratado de libre comercio, interrumpidas por las trabas “proteccionistas” establecidas por los negociadores a dos bandas, agravado para Argentina por la devaluación del Euro que favorece las importaciones europeas y limita las exportaciones argentinas.
No hay duda que el librecambio fue la bandera económica de la revolución, levantada por los comerciantes porteños que imaginaban su destino junto a la potencia hegemónica del momento.
El contrabando para el ingreso de mercancías por un lado, y la necesidad de alentar un camino propio para la producción local constituían las bases materiales que inspiraron el ideario revolucionario originario. Sin dudas, el surgimiento de la nueva Nación discutía la inserción en el sistema mundial, por entonces con liderazgo británico y un EEUU independizado, que de “colonia” llegaría a “imperio”.
Ayer y hoy se discute el librecambio, pero en el medio crecieron los monopolios, hoy transnacionales que dominan la economía local y mundial, y con ello, subordinan la actividad económica de la Argentina a decisiones foráneas.
Entre otras cuestiones, la vulnerabilidad de la Argentina actual deviene de su dependencia en la fijación de precios de las principales producciones de exportación: por caso la soja y sus derivados; pero también de las nuevas inversiones productivas para la exportación, caso de la mega minería a cielo abierto favorecida por el salto del oro en la recuperación de su función como equivalente general de cambio que impacta en su valorización.
La dependencia argentina se pone de manifiesto crudamente en materia de endeudamiento público. El canje de deuda en curso no está resultando lo que esperaba el gobierno, ya que los grandes inversores vinculados a los bancos transnacionales que inventaron el negocio no se sintieron suficientemente atraídos por la oferta gubernamental, con lo que el saldo que se espera es el crecimiento del stock de deuda y la continuidad del problema de la cesación de pagos, pues al reabrir el canje, se dejó abierta la posibilidad de futuras reaperturas.
En la propuesta inicial de canje se imaginaba una nueva colocación de mil millones de dólares para mostrar que el país retornaba a los mercados mundiales de financiamiento. Eso parece frustrado y bienvenido sea, porque Argentina necesita discutir, que más que volver a los mercados en crisis de la economía mundial, necesita en tiempo de bicentenarios recuperar el proyecto originario de la patria nuestra americana, es decir, la integración regional y la articulación productiva y financiera en el camino de la nueva arquitectura financiera que promueven los países del ALBA. Es también el posible camino del Banco del Sur en momentos que en la región supera los 500.000 millones de dólares de reservas internacionales.
Surgen varios interrogantes al respecto. ¿Es posible esa integración regional? ¿Puede sostenerse el planteo con la divergencia de política en los países de América Latina y el Caribe? Argentina y Brasil habilitaron una expectativa esperanzada en 2003, con convergencias de sus paridades cambiarias y afinidades políticas, sin embargo, su derrotero fue divergente en política económica.
En 2005, la esperanza se relanzó, con el rechazo al ALCA y a Bush en la Cumbre de las Américas, lo que significó el acercamiento de Venezuela al MERCOSUR y con ello la posibilidad de un eje de desarrollo alternativo.
Ante los diversos bicentenarios que se celebran en nuestra América, la pregunta es si la región podrá encarar nuevamente un proyecto emancipador que tenga eje en la soberanía alimentaria, energética, financiera.
La preocupación hace 200 años estaba en la constitución de un proyecto que hermanaba a los pueblos latinoamericanos y caribeños. Para nosotros, en nuestro territorio, la revolución de mayo fue el acto inaugural de una aspiración inconclusa que debe resolverse con un nuevo poder constituyente.
Buenos Aires, 23 de mayo de 2010
* El autor es Profesor Titular de Economía Política en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, UNR. Presidente de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas, FISYP. Integrante del Comité Directivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, CLACSO.

Lula inaugura la diplomacia de la nueva era

La diplomacia de Lula se contrapone directamente a la del Consejo de Seguridad y a la de Barack Obama. La de Lula mira hacia delante y se adecúa a lo nuevo. La de Barack Obama mira hacia atrás y quiere reproducir lo viejo.
Leonardo Boff / ALAI
El acuerdo alcanzado por Lula y por el primer ministro turco con Irán respecto a la producción de uranio enriquecido para fines pacíficos tiene una singularidad que conviene resaltar. Fue conseguido mediante el diálogo, la mutua confianza que nace de mirarse a los ojos y la negociación en la lógica del gana-gana. Nada de intimidaciones, de imposiciones, de amenazas, de presiones de todo tipo, ni de satanización del otro.
Ésa era y sigue siendo la estrategia de las potencias militaristas e imperiales que no se dan cuenta de que el mundo ha cambiado. Están incrustadas en el viejo paradigma del big stick, de la negociación con la vara en la mano o de la intervención pura y dura, para la cual todo vale; la mentira descarada, como en el caso de la guerra injusta contra Irak, la violencia militar más sofisticada contra uno de los países más pobres del mundo, como es Afganistán, o los conocidos golpes armados por la CIA en varios países, especialmente en América Latina.
Curiosamente, esta estrategia nunca ha dado ningún fruto en ningún sitio. Estados Unidos está perdiendo todas las guerras, porque nadie vence a un pueblo dispuesto a dar su vida hasta el punto de suscitar «hombres-bomba» para enfrentarse a un enemigo armado hasta los dientes, pero lleno de miedo y expuesto a la vergüenza y a la irrisión mundial. Lo que han conseguido es alimentar la rabia, el rencor y el espíritu de venganza, fermento de todo terrorismo.
La mayor amenaza para la estabilidad mundial hoy es Estados Unidos pues la ilusión de ser «el nuevo pueblo elegido» —así reza el «destino manifiesto» en el que los neocons, muy fuertes, como Bush, creen ciegamente— hace que se sientan con el derecho de intervenir en todo el mundo. Pretenden llevar los derechos humanos, cuando los violan vergonzosamente; quieren imponer la democracia cuando, en realidad, crean una farsa; buscan abrir el libre mercado a sus multinacionales para que libremente puedan explotar la riqueza de los países, su petróleo y su gas.
La diplomacia de Lula se contrapone directamente a la del Consejo de Seguridad y a la de Barack Obama. La de Lula mira hacia delante y se adecúa a lo nuevo. La de Barack Obama mira hacia atrás y quiere reproducir lo viejo.
El viejo paradigma supone que hay una nación hegemónica e imperial, en este caso Estados Unidos, que se rige por el paradigma del enemigo, muy en la línea del teórico de la filosofía política que fundamentó los regímenes de fuerza, Carl Schmitt (+1985), tal como él mismo hizo con el nazismo. En su libro El Concepto de lo Político dice claramente: «la existencia política de un pueblo depende de su capacidad de definir quién es amigo y quién es enemigo... el enemigo debe ser combatido y psicológicamente debe ser descalificado como malo y feo». ¿No fue exactamente eso lo que hizo Bush, llamando a los países de donde venían los terroristas «países canallas» contra los que se debía hacer una «guerra infinita»? Esta argumentación es sistémica, y funciona todavía hoy en la cabeza de los dirigentes estadounidenses. Las políticas inspiradas en ese paradigma ya superado pueden llevar a situaciones dramáticas, con serio peligro de destruir el proyecto planetario humano. Ese paradigma es belicista, reduccionista y miope, pues no percibe los cambios históricos que están ocurriendo en la línea de la fase planetaria de la historia, que exige estrategias de cooperación que busquen proteger la Tierra y cuidar de la vida.
El paradigma nuevo, representado por Lula, asume la singularidad del actual momento histórico. Nuestra percepción de fondo ha cambiado: somos todos interdependientes, habitamos juntos la misma Casa Común, la Tierra. Nadie tiene un futuro particular y propio. Surge un destino común globalizado: o cuidamos de la humanidad para que no se bifurque entre los que comen y los que no comen, y protegemos el planeta Tierra para que no sea destruido por el calentamiento global, o no tendremos ningún futuro. Estamos vinculados definitivamente unos a otros.
Lula, con su fina percepción por lo nuevo, actuó coherentemente: no se puede aislar y castigar a Irán. Hay que traerlo a la mesa de negociaciones, con confianza y sin prejuicios. Esta actitud de respeto dará buenos frutos. Y es la única sensata en esta nueva fase de la historia humana. Lula marca e inaugura el futuro de la nueva diplomacia, la única que nos garantizará la paz.

Astucia y perseverancia

A partir de una mirada a la historia reciente y el desarrollo de la comunicación, Carlos Valle exhibe la necesidad de que los comunicadores reflexionen sobre su propia tarea al servicio de una sociedad más democrática y participativa. ¿Hay alguna posibilidad de que las poderosas armas de los medios lleguen a jugar un papel integrador de la comunidad toda?
Carlos Valle * / Página12 (Argentina)
La década de 1990 fue en América latina una etapa de consolidación de profundos cambios en su vida institucional. Los reiterados mensajes buscaban demoler el lugar que debía ocupar el Estado en toda sociedad que procurara desarrollarse democráticamente. Junto a la descalificación del Estado estaba la descalificación de los políticos y, por ende, de la misma política. Se empezaba a instalar una concepción de sociedad que prioriza el lucro, donde el interés comercial es más importante que la gente y que se es más cuanto más se tiene. Había llegado el tiempo de los técnicos y de los ejecutivos, porque había que aceptar que ellos saben cómo se manejan las empresas y cómo se obtienen resultados y, por supuesto, porque son eficientes y honrados.
Los enormes beneficios que habrían de sobrevenir a una salvaje privatización de las riquezas nacionales deslumbraron, por supuesto, al segmento de la población más pudiente y a los que ascendían vertiginosamente en la escala social mientras sembraban la pobreza y la marginación para millones. Gobiernos corruptos acompañados por empresas nacionales y trasnacionales corruptas fueron sostenidos por medios de comunicación que se esmeraron en hablar de las maravillas de un ficticio mundo que hoy vemos desmoronarse estrepitosamente, pero que se niega a reconocer la falacia de sus presupuestos. Recordaba el pensador Paul Tillich: “La sociedad tecnológica occidental creó métodos para ajustar a las personas a sus exigencias de producción y consumo que son menos brutales, pero que, a largo plazo, son mucho más eficaces que la represión totalitaria. Ellos despersonalizan no porque exijan, sino porque ellos ofrecen, dan exactamente aquellas cosas que tornan superflua la creatividad humana”.
Para su aceptación y consolidación fue necesaria la implementación de un proceso de comunicación que permitiera conquistar sentimientos, sueños, búsquedas. Era necesario hacer creer que añejadas frustraciones pueden trastocarse en triunfos y, quienes no acompañen ese proceso, irán al fracaso. Hoy hay, como nunca antes, recursos tecnológicos y económicos para montar estos escenarios. Los tentáculos de la concentración de medios han demostrado tener la enorme capacidad de diseñar modelos de horadación de todo buen propósito cuando perciben que podría afectar sus poderes y dominio. Los grandes medios, cuyos dueños –mayormente ocultos rostros y nombres que se mueven al ritmo de sus intereses– se escudan detrás de la defensa de la declamada independencia y libertad de la información para generar la opinión que les conviene.
Todo proyecto democrático de comunicación enfrentará fuerzas que lo dejarán crecer mientras sus objetivos no interfieran con las cadenas mediáticas asentadas sobre bases comerciales. Esto ha sido evidente en la resistencia a la aprobación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en las reiteradas acusaciones sobre el fin del periodismo independiente y en el bloqueo judicial interpuesto a la puesta en marcha de la tan esperada ley por la que tantos grupos trabajaron.
La situación presente conforma un desafío para los comunicadores. Posiblemente este momento requiera que los comunicadores vuelvan a reiterar concretamente su compromiso por una comunicación que esté al servicio de la comunidad toda. Uno de los caminos posibles para comenzar sería que los comunicadores nos dispusiéramos –donde y en la medida que corresponda– a hacer un mea culpa de las veces que callamos, por temor o por vaya saber por qué razón, y dejamos que la verdad fuera ignorada o distorsionada y que todo esto sucediera sin hacer oír nuestra voz. Al mismo tiempo, los comunicadores deberíamos aunar los esfuerzos por abrir espacios a una comunicación que proporcione el desarrollo de una comunidad solidaria, que denuncie la discriminación y la opresión y deje que los acallados sean oídos.
¿Hay alguna posibilidad de que las poderosas armas de los medios lleguen a jugar un papel integrador de la comunidad toda? El dominio de los grupos hegemónicos que hoy condenamos es un espejo de una realidad que no puede seguir repitiéndose. Hay que impedir que el Ave Fénix vuelva a renacer de sus cenizas. Para ello será necesario que la sociedad vele con astucia y perseverancia en la implementación de estructuras más democráticas y participativas.
* Comunicador social. Ex presidente de la Asociación Mundial para las Comunicaciones Cristianas (WACC)

sábado, 22 de mayo de 2010

Vivir a costa nuestra

Lo que pasa en Guatemala con la mina Marlin no es más que la repetición de lo que sucede en muchas partes con este tipo de explotación minera. Desde la contaminación ambiental y los daños a la salud humana, hasta las acciones de persecución y hostigamiento contra los dirigentes y voceros de las comunidades afectadas que se oponen a la mina.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
(Fotografía: vista aérea de la mina Marlin, Guatemala. Tomada de: http://www.sipaz.org/)
El 15 de mayo pasado, los diarios de Guatemala anunciaron problemas en la llamada mina Marlin, una mina a cielo abierto ubicada en el Noroccidente del país, en el corazón del llamado altiplano indígena guatemalteco de donde se extrae oro y plata.
La organización Médicos para los Derechos Humanos de la Universidad de Michigan, Estados Unidos, determinó tras análisis de sangre y orina, que los habitantes de las comunidades aledañas, 18 en total, pero especialmente San Miguel Ixtahuacán y Sipacapa, tienen una inusual y letal concentración de metales pesados en su cuerpo, producto de la actividad de la mina.
Dice el diario Prensa Libre que, aunque los niveles de concentración de metales aún no amenazan la vida de los examinados, los científicos señalaron que la exposición a metales causada por la mina, probablemente aumentará con el tiempo y puede perdurar durante décadas. Los expertos encontraron presencia elevada de mercurio, cobre, arsénico y zinc en la orina, así como plomo en la sangre”, y agrega que el estudio “también reveló que hay diferencias importantes en la calidad del agua, según muestras tomadas en riachuelos y ríos cercanos a la mina, comparadas con las de afluentes antes de llegar a esa industria.
Lo que pasa en Guatemala no es más que la repetición de lo que sucede en muchas partes con este tipo de explotación minera. Son de sobra conocidos ya los perjuicios que trae; Rafael Maldonado, coordinador del Centro de Acción Legal Ambiental y Social de Guatemala, expresó que en algunos países los pobladores han sufrido cáncer 15 ó 20 años después de iniciada la actividad minera, eso debido al drenaje ácido que se origina por la roca triturada en el proceso de extracción de oro.
Aparte de la contaminación del medio ambiente y los problemas de salud derivados para la población, la mina Marlin reproduce otras situaciones que son comunes a este tipo de explotaciones transnacionales. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos pone en evidencia uno de ellos: las acciones de persecución y hostigamiento por parte de las autoridades, a instancias de la empresa, hacia líderes y pobladores y las órdenes de captura que se han emitido contra los dirigentes y voceros de las comunidades afectadas que se oponen a la mina. Es decir, el Estado del país que sirve de asiento a la trasnancional sirviéndole de testaferro y guardaespaldas y actuando en contra de sus propios ciudadanos.
Los ejecutivos de Goldcorp Inc, que opera la mina Marlin, se consideran, sin embargo, impulsores de la responsabilidad social empresarial. Vean, si no, el hecho que pagan a 20 maestros, lo cual constituye, en sus palabras, “un acercamiento de oportunidades educativas” para los indígenas, cuyos congéneres en Canadá –dicen- estan encantados con que ellos operen minas similares en Ontario.
Originalmente, algunos pobladores de las comunidades cercanas a la mina estuvieron contentos con su llegada pues parecían ofrecer oportunidades de trabajo. El diario El Periódico narra la historia de Álvaro quien, contando solamente con educación secundaria, entró a realizar labores “propias de un ingeniero” controlando los niveles de cianuro en el agua. Las cosas cambiaron cuando los animales empezaron a morir después de tomar agua del río, y las casas a dañarse por las explosiones de dinamita y el paso de camiones mastodónticos.
La guinda del pastel la pone la siguiente noticia: en las acciones de Goldcorp Inc invierten los fondos de pensiones de Noruega. Es decir: una vejez confortable en un país desarrollado a costas de nuestro envenenamiento.
Lo que nos faltaba.

EE.UU: repliegue y cerrojo estratégico

Si por un lado el repliegue norteamericano ha creado condiciones para el desarrollo de proyectos políticos posneoliberales en el Sur de nuestra América; por otro, obligó a los EE.UU. a tender un intenso cerrojo político, económico, militar y cultural en su zona de influencia inmediata: México, Centroamérica y Colombia, la Mesoamérica ampliada.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
connuestraamerica@gmail.com
Lleva razón el presidente de Uruguay, José “Pepe” Mujica, cuando afirmó, en días pasados, que EE.UU. ya no es el “patrón absoluto” de Suramérica y que, por el contrario, se encuentra en retirada, mientras Brasil despliega su proyecto de hegemonía real (Telesur, 16-05-2010).
Por supuesto, se trata de una retirada obligada por una derrota en varios frentes: entre ellos, la crisis del neoliberalismo y el fracaso del Consenso de Washington, las inéditas movilizaciones sociales del paso de entresiglos y la emergencia de nuevos liderazgos políticos, con un marcado acento nacional-popular y antiimperialista, que configuraron un nuevo mapa (geo)político.
Junto a lo anterior, sería imposible obviar la parte de “culpa” que, en esa retirada, tiene la conjugación de factores internos del sistema político y económico estadounidense (que podríamos rastrear desde la derrota en Vietnam en 1973, hasta el fracaso de las guerras imperialistas en Irak y Afganistán), así como de factores externos, a saber, el ascenso de China y el nuevo rol que cumplen las potencias emergentes (Brasil, Rusia e India) en el sistema internacional. Prueba de esto es el acuerdo logrado entre Brasil, Turquía e Irán, sobre el programa nuclear de este último, que supone un éxito de la diplomacia brasileña y, al mismo tiempo, un duro revés para Washington, sus soluciones guerreristas y las presiones que ejerce ante el Consejo de Seguridad de la ONU para sancionar al gobierno de Teherán.
No obstante, si por un lado ese repliegue ha creado condiciones para el desarrollo de proyectos políticos posneoliberales en el Sur de nuestra América; por otro, obligó a los EE.UU. a tender un intenso cerrojo político, económico, militar y cultural en su zona de influencia inmediata: México, Centroamérica y Colombia, la Mesoamérica ampliada.
En efecto, mientras la crisis de hegemonía estadounidense recrudecía bajo los dos gobiernos de George W. Bush y la sombra de su guerra infinita contra el terrorismo (a la que arrastró a varios gobiernos centroamericanos), y en Suramerica caían, uno tras otro, los regímenes neoliberales, Washington apuró la implementación de los planes estratégicos Colombia y Mérida, y las alianzas panamericanistas del “libre comercio”, que suponen compromisos más allá del campo económico. Y bajo el gobierno del presidente Obama, la instalación de nuevas bases militares (Colombia, Panamá), la ambigüedad cómplice con los golpistas hondureños (funcional en su plan de desestabilización del ALBA), la ocupación militar de Haití bajo el falso argumento de la “misión humanitaria” y el desarrollo, por ahora incipiente, del Plan Centroamérica, dan prueba del cerrojo que establece EE.UU. con sus aliados mesoamericanos.
Esta reconfiguración de la presencia estadounidense influye, de manera decisiva, en las posibilidades y vías de que disponen nuestros pueblos para emprender cambios y transformaciones del orden social. Honduras, por ejemplo, nos muestra hoy, de manera dramática, hasta dónde están dispuestas a llegar las élites de los grupos dominantes centroamericanos en su alianza con el imperialismo.
Es verdad, como dice el “Pepe” Mujica, que el viejo orden unipolar se revuelve, agónico, ante los signos evidentes de su colapso y el surgimiento del mundo multipolar. Pero una mirada más profunda a ese movimiento de repliegue y cerrojo que ensayan los EE.UU. nos recuerda, justamente en el contexto del bicentenario de las luchas emancipadoras, que la tarea de la independencia y la liberación aún no está concluida.
Por eso, más que nunca, es necesario que el Sur de nuestra América vuelva sus ojos y sus esfuerzos de cooperación y construcción de alternativas hacia esta sufrida región del continente, abandonada a su suerte, durante las últimas décadas, bajo la égida de la decadente potencia del Norte.

Las “maras”: nueva forma de control social

Hoy día el discurso oficial que barre las distintas naciones centroamericanas –y Washington también participa en esta “preocupación”, para lo que impulsa una iniciativa regional a nivel militar conocida como Plan Mérida (la réplica mesoamericana del Plan Colombia)– presenta a estas maras como un flagelo de proporciones apocalípticas.
Marcelo Colussi / Especial para CON NUESTRA AMÉRICA
mmcolussi@gmail.com
Para situar el problema

En algunos de los países del istmo centroamericano (Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua) desde hace ya unos años, y en forma siempre creciente, el fenómeno de las pandillas juveniles violentas ha pasado a ser un tema de relevancia nacional. Se trata de un fenómeno urbano, pero que tiene raíces en la exclusión social del campo, en la huída desesperada de grandes masas rurales de la pobreza crónica y de la violencia de las guerras internas que estos últimos años asolaron la región.

Estas pandillas, surgidas siempre en las barriadas pobres de las ciudades cada vez más atestadas y caóticas, son habitualmente conocidas como “maras” –término derivado de las hormigas marabuntas, que terminan con todo a su paso, metáfora para explicar lo que hacen estas “mara-buntas” humanas–. Las mismas, según la representación social que se generó estos últimos años, han pasado a ser el “nuevo demonio” todopoderoso. Según el manipulado e insistente bombardeo mediático, son ellas las principal causa de inestabilidad y angustia de estas sociedades, ya de por sí fragmentadas, sufridas, siempre en crisis; es frecuente escuchar la machacona prédica que “las maras tienen de rodilla a la ciudadanía”.

El problema, por cierto, es muy complejo; categorizaciones esquemáticas no sirven para abordarlo, por ser incompletas, parciales y simplificantes. Entender, y eventualmente actuar, en relación a fenómenos como éste, implica relacionar un sinnúmero de elementos y verlos en su articulación global. Comprender a cabalidad de qué hablamos cuando nos referimos a las maras no puede desconocer que se trata de algo que surge en los países más pobres del continente, con estructuras económico-sociales de un capitalismo periférico que resiste a modernizarse, y que vienen todos ellos de terribles procesos de guerra civil cruenta en estas últimas décadas, con pérdidas inconmensurables tanto en vidas humanas como en infraestructura, los cuales hipotecan su futuro.

Las maras, de esa forma, son una expresión patéticamente violenta de sociedades ya de por sí producto de largas historias violentas, o mejor aún: violentadas, hijas de una cultura de la impunidad de siglos de arrastre, de países que se siguen manejando con criterio de Estado finquero donde las diferencias económicas son irritantes (Guatemala, por ejemplo, es el país del mundo con mayor porcentaje de avionetas particulares y vehículos Mercedes Benz de lujo per capita, mientras que más del 50 % de su población está por debajo del límite de la pobreza). Sociedades donde transcurrieron monstruosas guerras civiles en la década de los 80 del pasado siglo –guerras contrainsurgentes, expresión caliente de la Guerra Fría, y en el caso de Nicaragua, guerra a partir de la contrarrevolución antisandinista– que dieron lugar a procesos de post guerra donde no hubo ni culpables de las atrocidades vividas ni medidas de reparación para atender las secuelas derivadas de tanto dolor. Sociedades, en definitiva, estructuradas enteramente en torno a la violencia como eje definitorio de todas las relaciones: patriarcales, racistas, machistas, excluyentes; sociedades donde todavía funciona el derecho de pernada y donde la noción de “finca” (el feudo medieval) es parte de la cultura dominante (cuando alguien es llamado responde “¡mande!” en vez de “usted dirá”).

Las maras empiezan a surgir para la década de los 80 del siglo pasado, aún con todas esas guerras en curso. En un primer momento fueron grupos de jóvenes de sectores urbanos pobres que se unían ante su estructural desprotección. Hoy, ya varias décadas después, son mucho más que grupos juveniles: son “la representación misma del mal, el nuevo demonio violento que asola el orden social, los responsables del malestar en Centroamérica”…, al menos según las versiones oficiales.

No cabe ninguna duda que las maras son violentas; negarlo sería absurdo. Más aún: son llamativamente violentas, a veces con grados de sadismo que sorprende. No hay que perder de vista que la juventud es un momento difícil en la vida de todos los seres humanos, nunca falto de problemas. El paso de la niñez a la adultez, en ninguna cultura y en ningún momento histórico, es tarea fácil. Pero en sí mismo, ese momento al que llamamos adolescencia no se liga por fuerza a la violencia. ¿Por qué habría de ligarse? La violencia es una posibilidad de la especie humana en cualquier cultura, en cualquier posición social, en cualquier edad. No es, en absoluto, patrimonio de los jóvenes. De todos modos, algo ha ido sucediendo en los imaginarios colectivos en estos últimos años, puesto que hoy, al menos en estos países de los que estamos hablando, ser joven –según el discurso oficial dominante– es muy fácilmente sinónimo de ser violento. Y ser joven de barriadas pobres es ya un estigma que condena: según el difundido prejuicio que circula, provenir de allí es ya equivalente de violencia. La pobreza, en vez de abordarse como problema que toca a todos, se criminaliza.

A esta visión apocalíptica de la pobreza como potencialmente sospechosa se une una violencia real por parte de las maras que a veces sorprende, por lo que la combinación de ambos elementos da un resultado fatal. De esa forma la mara pasó a estar profundamente satanizada: la mara pasó a ser la causa del malestar de estas eternamente (al menos para las grandes mayorías) problemáticas sociedades. La mara –¡y no la pobreza ni la impunidad crónicas!– aparece como el “gran problema nacional” a resolver. No caben dudas que se juegan ahí agendas fríamente calculadas, distractores sociales, cortinas de humo: ¿pueden ser las pandillas juveniles violentas –que, a no dudarlo, son violentas, eso está fuera de discusión– el gran problema de estos países, en vez de enormes poblaciones por debajo de la línea de pobreza? ¿Pueden ser estos grupos juveniles violentos la causa de la impunidad reinante (“los derechos humanos defienden a los delincuentes”, suele escucharse), o son ellos, en todo caso, su consecuencia? Si fue posible desarticular movimientos revolucionarios armados apelando a guerras contrainsurgentes que no temieron arrasar poblados enteros, torturar, violar y masacrar para obtener una victoria en el plano militar, ¿es posible que realmente no se puedan desarticular estas maras desde el punto de vista estrictamente policíaco-militar? ¿O acaso conviene que haya maras? Pero, ¿a quién podría convenirle?

Los jóvenes: entre promesa y peligro

Algunos años atrás la juventud –“divino tesoro” por cierto…, al menos, así se decía– era la semilla de esperanza. Algo sucedió con aquella promesa de la juventud como “futuro de la patria” para que haya pasado a ser ahora un “problema social”. ¿Cómo se dio ese movimiento? ¿Qué pasó con aquella visión, expresada en 1972 por Salvador Allende diciendo que “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”, que se transformó en una juventud despolitizada, desinformada, light? Y peor aún: si huele a pobre, proveniente de barrios pobres, ni hablemos si está tatuada: ¡peligrosa! En los países centroamericanos, de composición indígena en muy buena medida –cruel paradoja de la historia– la exclusión social está ligada en relación inversamente proporcional a la blancura de la piel. Si se viene de barrios pobres –donde en general asienta la población menos “blanca”– la posibilidad de ser un “potencial delincuente” se dispara: “blanco manejando un Mercedes Benz: empresario exitoso; negro o indio manejando un Mercedes Benz: vehículo robado”.

Las pandillas son algo muy típico de la adolescencia: son los grupos de semejantes que le brindan identidad y autoafirmación a los seres humanos en un momento en que se están definiendo sus papeles sociales, sus imágenes de sí mismo como adultos. Siempre han existido; son, en definitiva, un mecanismo necesario en la construcción psicológica de la adultez. Quizá el término hoy por hoy goza de mala fama; casi invariablemente se lo asocia a banda delictiva. Pero de grupo juvenil a pandilla delincuencial hay una gran diferencia.

En la génesis de cualquier pandilla se encuentra una sumatoria de elementos: necesidad de pertenencia a un grupo de sostén, la dificultad en su acceso a los códigos del mundo adulto; en el caso de los grupos pobres de esas populosas barriadas de cualquier capital centroamericana se suma la falta de proyecto vital a largo plazo. Por supuesto, por razones bastante obvias, esta falta de proyecto de largo aliento es más fácil encontrarlo en los sectores pobres que en los acomodados: jóvenes que no hallan su inserción en el mundo adulto, que no ven perspectivas, que se sienten sin posibilidades para el día de mañana, que a duras penas sobreviven el hoy, jóvenes que desde temprana edad viven un proceso de maduración forzada, trabajando en lo que puedan en la mayoría de los casos, sin mayores estímulos ni expectativas de mejoramiento a futuro, pueden entrar muy fácilmente en la lógica de la violencia pandilleril. Una vez establecidos en ella, por una sumatoria de motivos, se va tornando cada vez más difícil salir.

La sub-cultura atrae (cualquiera que sea, y con más razón aún durante la adolescencia, cuando se está en la búsqueda de definir identidades). Constituidas las pandillas juveniles –que son justamente eso: poderosas sub-culturas– es difícil trabajar en su modificación; la “mano dura” policial-militar no sirve. Por eso, con una visión amplia de la problemática juvenil, o humana en su conjunto, es inconducente plantearse acciones represivas contra esos grupos como si eso sirviera para modificar algo. De lo que se trata, por el contrario, es ver cómo integrar cada vez más a los jóvenes en un mundo que no le facilita las cosas. Es decir: crear un mundo para todos y todas. O más aún: si se quiere trabajar de verdad el problema, habría que partir por plantearse dónde están las causas, y sobre ellas actuar. Y no son otras que la exclusión crónica, la pobreza, las asimetrías sociales. Pero lo que vemos es que estos grupos, en vez de ser abordados en la lógica de poblaciones en situación de riesgo, son criminalizados.

Tan grande es esa criminalización, que eso lleva a pensar que allí se juega algo más que un discurso adultocéntrico represivo y moralista sobre jóvenes en conflicto con la ley penal. ¿Por qué las maras son el nuevo demonio? Porque, definitivamente, no lo son. ¿Hay algo más tras esa continua prédica?

¿Una estrategia de control social?

Cuando un fenómeno determinado pasa a tener un valor cultural (mediático en este caso) desproporcionado con lo que representa en la realidad, por tan “llamativo”, justamente, puede estar indicando algo. ¿Es creíble acaso que grupos de jóvenes con relativamente escaso armamento y sin un proyecto político alternativo se constituyan en un problema de seguridad nacional en varios países al mismo tiempo?

Hoy día el discurso oficial que barre las distintas naciones centroamericanas –y Washington también participa en esta “preocupación”, para lo que impulsa una iniciativa regional a nivel militar conocida como Plan Mérida (la réplica mesoamericana del Plan Colombia)– presenta a estas maras como un flagelo de proporciones apocalípticas. Definitivamente el accionar de estos grupos es muy violento (llamativamente violento, nos atreveríamos a decir). En modo alguno, desde ningún punto de vista, se puede minimizar su potencial criminal: matan, asaltan, violan, extorsionan. Todo eso es un hecho. Ahora bien: la dinámica donde todo eso se da abre sugestivas preguntas.

Definitivamente, para poder contestarlas a profundidad, deberían realizare investigaciones muy minuciosas que, dada la naturaleza de lo que está en juego, se torna muy difícil, cuando no imposible. Pero pueden intuirse ciertas perspectivas que, al menos, dan idea de por dónde se direcciona la cuestión.

Por lo pronto, y aunque no se disponga de datos concretos terminantes, todo esto deja preguntas que permiten concluir algunas cosas:

- Las maras no son una alternativa/afrenta/contrapropuesta a los poderes constituidos, al Estado, a las fuerzas conservadoras de las sociedades. No son subversivas, no subvierten nada, no proponen ningún cambio de nada. Quizá no son funcionales en forma directa a las grandes empresas, pero sí son funcionales para ciertos poderes (poderes ocultos, paralelos, grupos de poder que se mueven en las sombras) que –todo así lo indicaría– las utilizan. En definitiva, son funcionales para el mantenimiento sistémico como un todo, por lo que esas grandes empresas, si bien no se benefician en modo directo, terminan aprovechando la misión final que cumplen las maras, que no es otro que el mantenimiento del statu quo.

- No son delincuencia común. Es decir: aunque delinquen igual que cualquier delincuente violando las normativas legales existentes, todo indica que responderían a patrones calculadamente trazados que van más allá de las maras mismas. No sólo delinquen sino que, esto es lo fundamental, constituyen un mensaje para las poblaciones. Esto llevaría a pensar que hay planes maestros, y hay quienes los trazan.

- Si bien son un flagelo –porque, sin dudas, lo son–, no afectan la funcionalidad general del sistema económico-social. En todo caso, son un flagelo para los sectores más pobres de la sociedad, donde se mueven como su espacio natural: barriadas pobres de las grandes urbes. Es decir: golpean en los sectores que potencialmente más podrían alguna vez levantar protestas contra la estructura general de la sociedad. Sin presentarse así, por supuesto, cumplen un papel político. El mensaje, por tanto, sería una advertencia, un llamado a estarse quieto.

- No sólo desarrollan actividades delictivas sino que, básicamente, se constituyen como mecanismos de terror que sirven para mantener desorganizadas, silenciadas y en perpetuo estado de zozobra a las grandes mayorías populares urbanas. En ese sentido, funcionan como un virtual “ejército de ocupación”.

- Disponen de organización y logística (armamento) que resulta un tanto llamativa para jovencitos de corta edad; las estructuras jerárquicas con que se mueven tienen una estudiada lógica de corte militar, todo lo cual lleva a pensar que habría grupos interesados en ese grado de operatividad. ¿Pueden jovencitos semi-analfabetas, sin ideología de transformación de nada, movidos por un superficial e inmediatista hedonismo simplista, disponer de todo ese saber gerencial y eso poder de movilización?

Por supuesto que no podemos responder aquí con exactitud todas estas dudas, por la carencia de datos precisos al respecto. Pero el sólo hecho de plantearlas y ver cómo los poderes mediáticos bombardean en forma sistemática con mensajes que potencian esa sensación de indefensión de las grandes mayorías, permite inferir que estas maras pueden jugar un papel político que va muchísimo más allá que lo que sabe cada uno de estos jóvenes que actúa en ellas. Podría decirse que hay en estas apreciaciones una óptima confabulacionista. Espero que el discurso paranoico no me doblegue, pues está claro que todos estos patrones arriba mencionados, más que responder a abstrusos fundamentalismos que ven conspiraciones de la CIA en cada esquina, abren interrogantes que “llamativamente” ningún medio de comunicación contribuye a aclarar sino, por el contrario, oscurece más aún día a día.

Se entremezclan en todo este proceso varias lógicas: por un lado, efectivamente hay una búsqueda psicológica de estos jóvenes en relación a “familias sustitutas”, deseos de protagonismo, sensación de poder; elementos que, sin dudas, la mara les confiere (en mayor o menor medida, cualquier joven participa de esas búsquedas en cualquier parte que esté). Pero además, articulándose con ese nivel subjetivo, todo indicaría que hay determinantes político-ideológicos en los planes de acción de estos grupos que llevan a pensar que, “curiosamente”, allí donde puede generarse la protesta social, aparecen las maras. Si las grandes masas urbanas empobrecidas no se benefician con esto sino que, al contrario, viven en la permanente zozobra, maniatados, guardando un forzado silencio, ¿quién sacará provecho de esto? Si podemos entenderlas entonces como mecanismos de control social: ¿quién controla? Seguramente los mismos poderes que vienen controlando todo desde hace un buen tiempo; y sabemos que los poderes no son nunca ni “buenitos”, ni transparentes. “El fin justifica los medios”, se dijo hace mucho…, y no se equivocaba quien lo dijo, que fue alguien que sabía mucho de estas opacidades del poder: Maquiavelo.

Insistimos: todas estas son hipótesis. Pero la experiencia nos enseña que estos rimbombantes hechos mediáticos –como la caída de las Torres Gemelas en Nueva York con los avionazos del 11 de septiembre del 2001, el “fundamentalismo islámico” que es el nuevo demonio para otra parte del mundo (el Medio Oriente), el narcotráfico (que nos toca a los latinoamericanos en buena medida), o en su momento, durante la Guerra Fría, el “comunismo internacional” que abría supuestas cabezas de playa por todos lados–, funcionan como fantasmas que sirven para atemorizar, y por tanto: controlar. En cada país con petróleo o agua dulce aparece sugestivamente una célula de Al Qaeda que, por supuesto, justifica todo.
¿Se estará repitiendo la misma historia con esto de las maras? ¿Por qué el gran “problema nacional” de los sufridos países de Centroamérica son las maras y no la pobreza y exclusión que las producen?