sábado, 6 de febrero de 2010

Estamos viviendo una profunda crisis civilizatoria

Las principales resistencias a este modelo depredador, a este proceso de acumulación por desposesión, ocurre en pueblos y comunidades campesinas e indígenas en todo el planeta, particularmente en el Sur. Son estas experiencias, estas memorias colectivas de que es posible vivir de otra manera, las principales reservas políticas y culturales con las cuales cuenta la humanidad para cuestionar y resistir el avance de este modelo depredador y destructor de la vida.
Edgardo Lander / ALAI
La construcción de alternativas capaces de caminar hacia la construcción, no sólo de sociedades democráticas y equitativas, sino igualmente compatibles con la preservación de la vida en el planeta, necesariamente tienen que ser anti-capitalistas.
A pesar de que una elevada proporción de la población no tiene acceso a las condiciones básicas de la vida, la humanidad ya ha sobrepasado los límites de la capacidad de carga de la Tierra. Sin un freno a corto plazo de este patrón de crecimiento desbordado y una reorientación hacia el decrecimiento, la armonía con el resto de la vida y una radical redistribución del acceso a los bienes comunes del planeta, no está garantizada la continuidad de la vida humana a mediano plazo. El actual modelo depredador de sometimiento sistemático de la naturaleza a las exigencias faústicas de un crecimiento sin fin está destruyendo las condiciones que hacen posible la vida en el planeta Tierra. El calentamiento global es sólo la expresión más visible de procesos de destrucción sistemáticos que están reduciendo la diversidad genética, devastando bosques tropicales, sobre explotando los mares, contaminando las aguas… Sin respuestas efectivas y a corto plazo, con toda seguridad los problemas ambientales se harían cada vez más severos, produciéndose alteraciones irreversibles en los patrones climáticos a no muy largo plazo.
Dadas las severas y crecientes desigualdades existentes hoy en el planeta, las alteraciones climáticas afectan en forma profundamente diferenciada a diferentes regiones y poblaciones del planeta (afectando en forma más directa a quienes han sido menos responsables, los pobres del Sur). Son radicalmente desiguales las capacidades de respuesta/adaptación a estos cambios. Todo esto augura un futuro inmediato de creciente violencia, de guerras por el control de los bienes comunes de la vida, de migraciones masivas de millones de desplazados ambientales, el incremento de las políticas racistas de muros y represiones a los migrantes en intentos inútiles por preservar los privilegios mediante un creciente apartheid global.
No son éstas proyecciones apocalípticas referidas a cosas que podrían ocurrir en el futuro. Según la FAO, en el año 2009 más de mil millones de personas, casi la sexta parte de la población del planeta, padece de hambre.
Todo esto exige extraordinarias urgencias en las respuestas.
La velocidad con la cual se están destruyendo las condiciones que hacen posible la vida en el planeta no sólo no se ha frenado, sino que se ha acelerado en las últimas décadas a pesar del reconocimiento global de que este modelo de producción/distribución y consumo es absolutamente incompatible con la preservación de la vida en el planeta. Los cambios climáticos no operan en términos lineales. No es posible preveer en qué momento alteraciones graduales pueden llegar a puntos de quiebre, a rupturas con efectos catastróficos que pongan en peligro la vida a corto plazo. Adicionalmente, mientras mayores sean las dinámicas destructivas, menores serán las posibilidades de respuesta y adaptación a estas nuevas condiciones planetarias.
En lo que puede ser caracterizado como el asalto final del capital a la llamada “naturaleza”, las principales resistencias a este modelo depredador, a este proceso de acumulación por desposesión, ocurre en pueblos y comunidades campesinas e indígenas en todo el planeta, particularmente en el Sur. Son estas experiencias, estas memorias colectivas de que es posible vivir de otra manera, las principales reservas políticas y culturales con las cuales cuenta la humanidad para cuestionar y resistir el avance de este modelo depredador y destructor de la vida. Y sin embargo, la sobrevivencia misma de estas comunidades está siendo amenazada por el avance de este proceso de asalto global a los bienes comunes.
A pesar del aparente consenso internacional sobre la profundidad a la crisis ambiental, en particular sobre la necesidad de frenar las dinámicas productoras del cambio climático, la forma como se construye el debate internacional a través del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático es un acotamiento que distorsiona por completo lo que está en juego, y propone soluciones que no tienen posibilidad alguna de permitir salidas a los problemas que hoy confrontamos. Obviando por completo las implicaciones de un patrón de crecimiento sin fin en un planeta finito, y la urgente necesidad de una redistribución radical en el acceso a los bienes comunes de la vida, como condición de sobrevivencia a corto plazo de centenares de millones de personas, se buscan soluciones desde arriba que ignoran la multiplicidad de opciones que pueblos y comunidades en todo el planeta están formulando como alternativas al modelo civilizatorio en crisis.
Las respuestas de mercado, las soluciones tecnológicas (tecnological fix), -únicas opciones presentes en los debates intergubernamentales actuales- implican apostar a la misma lógica de mercado, y los mismos patrones de conocimiento que nos han conducido a la actual crisis. Las respuestas del llamado keynesianismo verde y otras propuestas de reformas “verdes” del capitalismo buscan salidas a la crisis económica por la vía de la creación de fuentes de inversión y de innovación tecnológica que, al no cuestionar los supuestos básicos del crecimiento sin fin, no pueden sino profundizar los problemas que confrontamos. Algunas de estas iniciativas como los biocombustible, o los llamados mecanismos de desarrollo limpio (MDL), por otro lado, están contribuyendo a profundizar las desigualdades, están afectando la producción de alimentos, y haciendo que los sectores más pobres del planeta sean quienes carguen sobre sus hombros los costos de la crisis.
Para amplios movimientos sociales en todo el planeta está cada vez más claro que confrontamos una profunda crisis civilizatoria, que estamos ante la crisis terminal de un patrón civilizatorio basado en la guerra sistemática por el control y el sometimiento/destrucción de la llamada “naturaleza”. Está claro que es imposible la pretensión del crecimiento sin límite en un planeta finito. Esto quedo ampliamente expresado en el Foro Social de Belém do Pará en enero de 2009, compartiéndose como sentido común entre los participantes.
Sin embargo, la batalla por una nueva hegemonía que incorpore este reconocimiento está muy lejos de ser ganada. Las repuestas a la crisis financiera/económica de los años 2008/2009 señalan claramente que no hay un reconocimiento de las implicaciones de la crisis ambiental, ni de lo que implica haber sobrepasado la capacidad de carga del planeta. Todas las políticas de “recuperación” de la economía han estado orientadas a retomar el crecimiento económico. La inyección masiva de fondos públicos precisamente a los mismos bancos que a través de la especulación financiera aceleraron la crisis, permite constatar la medida en que las respuestas a la crisis son más de lo mismo.
El caso de la industria automotriz es ilustrativo en este sentido. Ha sido ésta una de las ramas de la actividad económica que globalmente ha sido más afectada por la crisis económica que se profundizó a partir del año 2008, entre otras cosas, por la extraordinaria sobre capacidad de producción de automóviles existente a escala global, así como el sostenido incremento que han tenido los precios de la gasolina en los últimos años. Es igualmente una industria directamente identificada con el patrón de consumo de hidrocarburos que está en el centro de los debates sobre el cambio climático.
La quiebra o amenaza de quiebra de algunas de las más grandes empresas automotrices, y la disposición de muchos gobiernos a gastar miles de millones de dólares para auxiliarlas, constituyó una coyuntura extraordinariamente favorable en la cual hubiese sido posible no sólo reconocer la inviabilidad de continuar con el modelo de transporte del auto individual, sino actuar en consecuencia. Algunas de estas empresas fueron reestructuradas y/o redimensionadas radicalmente. En algunas -es este el caso de la General Motors- los trabajadores pasaron a ser dueños de una elevada proporción de las acciones de la empresa. Sin embargo en estas negociaciones no se aborda el tema de la relación entre lo que producen estas plantas y la crisis global. No se considera la posibilidad de aprovechar la crisis, las reestructuraciones, las masivas inversiones públicas, para reorientar dichas instalaciones para la producción de otros bienes, como por ejemplo, sistemas de transporte colectivo. Lo que se busca es la recuperación de estas empresas para que puedan volver a ser rentables.
Existe hoy una extraordinaria distancia entre lo que se ha venido convirtiendo en sentido común de los movimientos en resistencia, en particular de los movimientos, organizaciones, comunidades y pueblos indígenas y campesinos, y la actuación de los gobiernos llamados progresistas y/o de izquierda, aún de los más radicales. Las nociones de crecimiento, de progreso y desarrollo, que están en la base del carácter insostenible de la organización actual de la economía siguen orientando las políticas públicas. En toda América Latina se produjo un amplio movimiento de rechazo al neoliberalismo y fue esta ola de luchas populares lo que condujo a la elección de los actuales gobiernos. Existía por lo tanto la expectativa de que con estos nuevos gobiernos con discursos anti-neoliberales se produjesen reorientaciones básicas en las lógicas extractivistas que han caracterizado históricamente la inserción de las economías del continente en el mercado global.
Sin embargo esto no ha ocurrido, no se han producido reorientaciones en los modelos de desarrollo imperantes. Con los gobiernos de izquierda y progresistas que han gobernado a la mayoría de los países de Sudamérica en la última década, no sólo no se ha frenado, sino que se ha acentuado un modelo de inserción en el mercado mundial basado en la extracción de bienes primarios, en el asalto a los bienes comunes de la vida. El monocultivo de soya transgénica que hoy ocupa aproximadamente la mitad de las tierras cultivadas en Brasil, Argentina, Paraguay y Bolivia, los millones de hectáreas de caña de azúcar destinados a la producción de biocombustible y al monocultivo de eucaliptos (extractivismo agrícola), la profundización de la dependencia de la economía venezolana en el petróleo, la apertura de grandes extensiones territoriales a la explotación minera, ilustran los modelos productivos dominantes en todo el continente. Las políticas sociales y el mayor control estatal sobre los recursos mineros y energéticos no han estado acompañados de reorientaciones en los patrones productivos.
Hay dos países del continente, Ecuador y Bolivia en cuyos procesos constituyentes jugó un papel medular la presencia de los pueblos indígenas. El buen vivir (sumak kawsay) quechua y el vivir bien (suma qamaña) aymara son los ejes en torno a los cuales se arman los respectivos textos constitucionales. En Ecuador, por primera vez en la historia, una constitución constitucional los reconoce derechos de la naturaleza. Y sin embargo, las tensiones entre las visiones extractivistas de desarrollo y progreso y otros modos de vida continúan atravesando estos procesos políticos tanto en las políticas de la oposición, como al interior de los propios gobiernos.
La construcción de alternativas capaces de caminar hacia la construcción, no sólo de sociedades democráticas y equitativas, sino igualmente compatibles con la preservación de la vida en el planeta, necesariamente tienen que ser anti-capitalistas. El capitalismo requiere de un crecimiento (acumulación) sostenido. No es posible un capitalismo de crecimiento cero y menos aún un capitalismo de decrecimiento. Lo que está en juego no es si podrá o no sobrevivir el capitalismo. El problema fundamental está en si la vida en el planeta Tierra podrá sobrevivir al capitalismo.
No basta, sin embargo, un horizonte normativo anti-capitalista. El socialismo del siglo XX nos demostró que era posible, con otras relaciones de propiedad, un régimen productivo tan depredador y devastador de las condiciones que hacen posible la vida, como el capitalismo. Solo una profunda trasformación civilizatoria puede hacer posible la continuidad de la vida.
Texto preparado para el seminario 10 años después: desafíos y propuestas para otro mundo posible, Porto Alegre, Brazil, enero de 2010.

- Edgardo Lander es profesor titular de Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela y forma también parte de la secretaría del Consejo Hemisférico del Foro Social de las Américas.

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