jueves, 28 de febrero de 2008

Otro periodismo también es posible

Pascual Serrano

Son numerosas las ocasiones en que cuando participo en conferencias o tertulias sobre comunicación alternativa donde asisten profesionales jóvenes me preguntan sobre cómo afrontar la aparenta incompatibilidad entre servir a un modelo periodístico alternativo al de las grandes empresas y desenvolverse en un panorama dominante por estas empresas.

El modelo económico vigente en el neoliberalismo arroja a los profesionales de la comunicación a un futuro laboral que suele ser en gabinetes de comunicación al servicio de imágenes corporativas y empresariales, o bien a medios de comunicación con instrucciones precisas de servir diligentemente a accionistas y anunciantes. Medios donde no existe participación colectiva en la toma de decisiones, donde los contenidos están condicionados a presiones de lobbys empresariales, anunciantes que no permiten contenidos críticos hacia sus firmas y con agendas informativas pautadas por resultados de rentabilidad económica a costa de empobrecer la investigación periodística o el trabajo riguroso.

Yo soy consciente de que los estudiantes aspiran a licenciarse en periodismo, trabajar de periodistas y vivir de ello. A esos profesionales yo les quiero siempre recordar que tenemos una obligación moral, la obligación moral de informar al mundo sobre tantas y tantas luchas de hombres y mujeres que combaten por su supervivencia y su dignidad. Ellos no organizan lujosas ruedas de prensa, ni invitan a cenar a los periodistas, ni ofrecen bonitos y esplendorosos dosiers de prensa en papel couché. Los jefes de las empresas que contratan a los jóvenes periodistas no tienen ningún interés por llevar a la sociedad la verdad, ellos son dueños o asalariados al servicio de un proyecto económico. No van a denunciar las masacres del gobierno kuwaití si peligra la publicidad de las petroleras; ni van a informar de los despidos de una cadena de supermercados en plena campaña de Navidad; ni de las condiciones laborales de los trabajadores de un conglomerado bancario, si es una de las empresas accionistas de ese medio o se va a necesitar su financiación.

A esos profesionales nunca hemos de cansarnos de explicarles que, cuando estén atravesando la impoluta moqueta de un ministerio acudiendo a una rueda de prensa de un ministro de trabajo, se acuerden de los inmigrantes sin papeles que viven en la clandestinidad, o de quienes trabajan doce horas al día en condiciones laborales precarias. También ellos tienen muchos asuntos laborales para informar en rueda de prensa. Que cuando les llegue un dosier con brillantes gráficos de barras y quesos de una petrolera que opera en América Latina, piensen en esos indígenas que han expulsado de sus tierras para extraer el petróleo, ellos también podrían facilitar muchos datos para un buen dosier de prensa.

Esas gentes también tienen derecho a ser oídas, su voz también debe ser llevada a nuestras páginas, nuestras ondas o nuestras imágenes. Además, es un derecho de los ciudadanos del mundo escucharles. Es el derecho ciudadano a informar y a ser informado, como reza el título de estas jornadas.

Hubo un tiempo en que, bajo crueles dictaduras, los periodistas y los medios no gubernamentales levantaron la bandera de la resistencia. La causa de la libertad de expresión servía para reivindicar su trabajo en duras condiciones de persecución y represión. Ha pasado el tiempo y el panorama actual es diferente. El despegue tecnológico ha provocado que sólo el acceso y el control de grandes tecnologías permitan poner en marcha en condiciones de igualdad un proyecto de comunicación. Los profesionales independientes que servían con honestidad a su profesión han sido laminados y sustituidos por consorcios mediáticos que tienen el control y la exclusividad para informar y filtrar el acceso a participar en sus contenidos. Refugiados en un uso prostituido de la libertad de expresión, se adscriben la exclusividad y la propiedad para decirle a los ciudadanos lo que deben conocer y lo que no, quiénes pueden ser oídos y quiénes condenados al silencio, qué gobiernos tienen su bendición y quiénes deben ser derrocados. Ellos ahora convierten ese derecho ciudadano conquistado con la lucha y la sangre de tantas generaciones en impunidad para la conspiración y la desestabilización. Esos medios, que sólo son emporios económicos e intereses imperialistas bastardos, reniegan de cualquier mecanismo democrático para su funcionamiento. Los pueblos que han logrado alcanzar mecanismos de elección, participación y representación para la vida política, asisten a la impotencia de una oligarquía de medios de comunicación impermeable a cualquier mecanismo de control y participación democrática. Esos medios han heredado todas las perversiones de las dictaduras: silencian al díscolo, ignoran a la ciudadanía, evaden las leyes y disfrutan de la impunidad.

En las universidades y en los grandes eventos de comunicación se habla mucho de imparcialidad, independencia y objetividad del periodismo. La información es una guerra, una guerra entre modelos sociales. Entre apologetas de un mundo desigual, injusto, mandando por depravados y auténticos terroristas que imponen a sangre y fuego un modelo económico que condena a muerte a miles de personas en todo el mundo y los que apostamos por estar al servicio de los grupos, movimientos, intelectuales y luchadores que todos los días se juegan la vida por defender otro modelo de mundo posible. Los primeros informan de los oscar del cine, las ruedas de prensa de los grandes conglomerados empresariales o las declaraciones de representantes de instituciones financieras internacionales del mundo rico. Frente a ello, muchos periodistas hemos decidido informar de los crímenes que cometen los paramilitares en América Latina, de cómo son perseguidas las minorías étnicas ahora en el Kosovo otanizado, de las cifras de pobreza de EEUU que todos ocultan, de cómo están conspirando para provocar un golpe de estado en Venezuela o de cómo se levantan los indígenas en Bolivia o en Ecuador. Me temo que esta visión del periodismo es otra de las tantas cosas que no se enseñaba en la universidad. Como dice Howard Zinn, no se puede ser neutral viajando en un tren en marcha que circula una velocidad enloquecida y que no dispone de frenos.

Ellos hablan de neutralidad periodística con periodistas empotrados entre las filas del ejército estadounidense en Iraq, de pluralidad informativa cuando sus redactores no salen de la sala de prensa de la Casa Blanca y nunca han visitado un suburbio de Washington o Nueva York, de imparcialidad mientras siguen estigmatizando en sus informaciones a los gobiernos que cometen el delito de recuperar sus recursos naturales para el pueblo; de objetividad pero sus páginas y espacios informativos están reservados para el oropel, el lujo y el glamour de famosos y grandes fortunas. Ellos silencian cientos de miles de hombres y mujeres que han recuperado la vista gracias al trabajo de gobiernos dignos, ignoran las campañas que han logrado que millones de personas aprendan a leer y a escribir, ocultan las movilizaciones de pueblos que exigen tierra y libertad y les llaman terroristas.

No, no se trata de convertir el periodismo en panfleto, pero sí de decir bien alta la verdad y la voz de los sin voz, condenados al ostracismo por un modelo comunicacional miserable al servicio del mercado. A todos los periodistas les digo que esta es una profesión noble y vocacional que ha sido convertida en miserable por los dueños de las empresas que nos obligan a trabajar al dictado de sus intereses. Debemos recuperar la dignidad y servir a la comunidad, a la justicia social, a la soberanía de los pueblos y a las libertades. No será periodismo si no se hace así, como no es medicina curar sólo a quienes tienen dinero para pagarla. Llevar esa causa y esos principios a los medios empotrados en el mercado es tarea difícil, no lo voy a negar. Por eso es imprescindible que todo periodista ponga al servicio de esos ideales sus conocimientos y su trabajo si quiere que la decencia sea emblema e insignia de su vida y su profesión. Los movimientos sociales, los sindicatos, las organizaciones comunitarias, los precarios medios alternativos están necesitados de profesionales comprometidos con otro modelo de periodismo, humanista, social, que apueste por otro orden social más justo. Ni siquiera hablo de militancia, hablo de decencia. La decencia es lo que diferencia al biólogo que trabaja para una multinacional de transgénicos o para una organización ecologista, al abogado que defiende los intereses de una multinacional o los de los trabajadores que exigen un sueldo justo, el militar que dispara contra el pueblo refugiándose en órdenes de superiores o el que combate al lado de la gente. Ninguno de ellos puede ser neutral, ni imparcial, ni objetivo.

Maldigo al poeta que no toma partido, dijo Gabriel Celaya. Yo maldigo al periodista que no toma partido por los pobres, los sin voz, los indígenas, los trabajadores, los humillados, los olvidados, los que sufren, los que resisten, los que luchan.

(Intervención en las Jornadas Internacionales “El derecho ciudadano a informar y estar informados”. Caracas 18 al 20de mayo de 2007)

http://www.pascualserrano.net/

viernes, 22 de febrero de 2008

América Latina, el gran latifundio mediático

Globalización y concentración de la propiedad de los medios de comunicación social: implicaciones culturales y democráticas.

Andrés Mora Ramírez

Introducción

En su prólogo al libro Periodistas y magnates (Mastrini y Becerra, 2006), Armand Mattelart afirma que, después de la caída del Muro de Berlín y con la irrupción de las nuevas tecnologías de la información, se ha puesto en marcha, a escala global, un “proyecto de sociedad” determinada por el uso y control del recurso informacional.
¿Qué características tendría esa sociedad, cuando asistimos hoy al fenómeno de la concentración de la propiedad de los medios de comunicación –y de las industrias culturales- en unos cuantos conglomerados empresariales? ¿Qué lugar ocuparían y qué función desempeñarían los países latinoamericanos?
En el apogeo de la globalización neoliberal, América Latina, esa “inmensa provincia del subdesarrollo”, a decir del escritor uruguayo Mario Benedetti (1987), se asemeja cada vez más a un gran latifundio mediático, dominado por los poderosos grupos transnacionales de la comunicación y sus interlocutores regionales.
Los datos son contundentes: Estados Unidos y la Unión Europea controlan el 90% de toda la información del planeta; de las 300 principales compañías del sector, 144 son de Estados Unidos, 80 de la Unión Europea y 49 de Japón. En contraste, los países pobres, donde vive el 75 % de la humanidad, poseen únicamente el 30% de los periódicos del mundo (Uribe, 2005).
Un estudio reciente del Instituto Prensa y Sociedad (Mastrini y Becerra, 2006) sobre la concentración de medios, efectuado en nueve países de América Latina, determinó que “el primer operador acapara, en promedio, más del 30% del mercado, mientras que los cuatro primeros superan el 80%. El medio con mayor índice de concentración es la TV abierta, con 85%, seguido por la TV por cable (84%) y la prensa (62%). La radio es el medio menos concentrado, con 31% de cuota de mercado para los cuatro primeros operadores”. Entre esos primeros operadores figuran empresas de los grupos: Televisa de México, Cisneros de Venezuela, Globo de Brasil y Clarín de Argentina.
Distintos autores coinciden en que los altos índices de concentración de la propiedad -uno de los mecanismos de control del recurso informacional- comprometen seriamente la realización de los supuestos que dan sustento a un sistema democrático. El proceso en curso, afirman Mattelart (2003) y Ramonet (2001), amenaza la diversidad cultural, pone en desventaja a los países y grupos de población más pobres y limita la diversidad de fuentes para que los ciudadanos puedan conocer y participar de los asuntos públicos.
Esta situación no es nueva y, por el contrario, refleja en forma dramática la agudización de las desigualdades económicas, culturales y tecnológicas que coartan las posibilidades de desarrollo de los países latinoamericanos, y del Tercer Mundo en general, como viene siendo denunciado por organismos internacionales desde hace casi tres décadas.
En efecto, en 1980 el Informe de la Comisión Internacional sobre Problemas de la Comunicación, conocido como Informe Macbride, advirtió al foro de la Conferencia General de la UNESCO que “la industria de la comunicación está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales” (UNESCO, 1980).
En 1995, una vez más la UNESCO, en su informe Medios de Comunicación y la Democracia en América Latina y el Caribe, concluyó que “concentración significa posesión de los medios en menos manos, y ello estrecha la pluralidad que se promueve en el campo político y dificulta el florecimiento democrático (…)”.
En uno de los trabajos incluidos en este documento, Luis Suárez, entonces Secretario General de la Federación Latinoamericana de Periodistas, explicaba que las tendencias a la desregulación, el libre mercado, y el abandono por parte de los Estados de actividades esenciales como la comunicación y la cultura, asumidas ahora por agentes privados, dificultaban la democratización de las sociedades de la región.
Las paradojas de la globalización estaban en el centro de este problema: “al mismo tiempo que se proclama y ejerce la libertad de mercado, esa misma posibilidad, con la ausencia del compromiso estatal y la debilidad económica de las organizaciones sociales, fortalece la monopolización y concentración, incluso extranjera, de los medios de comunicación”. (UNESCO, 1995).
Más recientemente, la Relatoría de la Libertad de Expresión de la Organización de Estados Americanos (OEA), en su informe anual del 2004, dio cuenta de “las continuas denuncias recibidas (…) en relación con prácticas monopólicas y oligopólicas en la propiedad de los medios de comunicación social”, así como de la preocupación de distintos sectores de la sociedad civil por lo que esto puede representar para garantizar el pluralismo político e informativo.
Para la Relatoría, la existencia de estas prácticas “afecta seriamente la libertad de expresión y el derecho de información de los ciudadanos de los Estados miembros, y no son compatibles con el ejercicio del derecho a la libertad de expresión en una sociedad democrática” (OEA 2004).
La afectación, en mayor o menor medida, de Derechos Humanos y Culturales fundamentales, dice de un sistema de medios de comunicación que, emulando la estructura de propiedad de los latifundios del siglo XIX y principios del XX, genera un tipo de relaciones sociales e intercambios simbólicos basados en el autoritarismo y la subordinación al poder del más fuerte.
Si el Premio Nobel de Literatura, José Saramago (2003), describía en una de sus novelas al latifundio como “…este presente de tierra ahora repartida entre los dueños del hacha y según el tamaño y el hierro o filo del hacha…”, en el caso de los medios en América Latina sería preciso hablar de un espacio audiovisual e impreso distribuido según el poder financiero y los intereses de los actores privados, y no con arreglo a los derechos de los ciudadanos y ciudadanas.
Universalmente se reconoce y destaca la importancia de los medios en la integración social, en la aplicación de políticas culturales e incluso en la reafirmación de la identidad y los modos de expresión de millones de personas (UNESCO, 1980). De ahí que, por sus profundas y complejas implicaciones, la concentración de la propiedad sea un problema directamente vinculado con las transformaciones y el futuro de la cultura, la calidad de la democracia y la memoria colectiva de los pueblos latinoamericanos.
Por esta misma razón, resulta casi imposible no compartir las preocupaciones de Arbilla (2006), para quien, en el panorama actual de la región, produce un desasosiego “la posibilidad que todo ese inmenso campo de la información sea manejado por cuatro o cinco grupos de poder, tan ajenos a las reales necesidades e inquietudes de la sociedad y tan alejados de sus intereses y ansiedades, como lo están los satélites que dan vuelta por el espacio y desde allí dominan o pretenden dominar las comunicaciones”.


1. La globalización y la industria de los medios de comunicación.

El proyecto de sociedad que avizora y sobre el que advierte Mattelart, es el proyecto de sociedad de la globalización neoliberal, que coloca a la rentabilidad económica y la competitividad como incontestables criterios de validez.
Se trata, como explica Castells (2004), de un sistema global constituido a partir de redes de intercambio y flujos de comunicación, que “es a la vez extremadamente incluyente y extremadamente excluyente. Incluyente de todo lo que tiene algún valor según los códigos dominantes en los flujos, y excluyente de todo aquello que, según dichos códigos, no tiene valor o deja de tenerlo”.
En América Latina, los procesos económicos, sociales, políticos y culturales que hacen a la globalización, se expresan con mayor intensidad a partir de los años 1980 y 1990, con la aplicación indiscriminada, en prácticamente todos los países, de los programas de reforma y ajuste estructural inspirados en el marco ideológico del Consenso de Washington.
Estas políticas fueron orientadas hacia (y en ocasiones forzaron) la apertura de mercados, la liberalización de los flujos financieros y la privatización de activos estatales. Mattelart (2006) considera que la inflexión del orden jurídico hacia las leyes del mercado, consumada en 1998 con el Acuerdo sobre Liberalización de las Telecomunicaciones en la Organización Mundial del Comercio, creó las condiciones para el desarrollo de una estructura oligopólica de la propiedad de los medios de comunicación, reclutando “sus primeros adeptos en los regímenes neoliberales como en el caso de (…) Argentina, Chile, México o Venezuela”.
En este período se manifestaron dos características fundamentales del proyecto de sociedad de la globalización neoliberal: la concentración de la riqueza (incluidos los factores de producción comunicacionales) y el aumento de la desigualdad. Por un lado, la iniciativa privada se expandió en la región y numerosas empresas públicas de medios de comunicación y telecomunicaciones fueron subastadas, en polémicas privatizaciones, entre grupos interesados en aumentar su poder político y financiero; y por el otro, la economía latinoamericana se estancó y puso al descubierto la inequidad en la distribución de la riqueza generada por las nuevas políticas: según datos de CEPAL, desde 1983 la pobreza pasó del 40% al 44%; la tasa de desocupación se elevó de un 6% a un 9%; el número de personas que sobreviven en la economía informal creció de un 40% a un 60%; además, 218 millones de personas todavía carecen de protección en salud y 100 millones no tienen acceso a servicios básicos de salud (Kliksberg, 2003).
La imagen del latifundio mediático -que también se extiende a otros ámbitos- se refuerza en la misma medida en que se constatan las escandalosas contradicciones entre los emergentes ricos latinoamericanos (grupos de empresas familiares de la región y grupos transnacionales) y los cada vez más numerosos pobres, que estarán subordinados a los propietarios y detentadores del recurso informacional.
Así, en el proyecto de sociedad de la globalización neoliberal, el sistema de los medios desempeña una función de organización del mundo simbólico y económico, a través de procesos de inclusión/exclusión, configurando “nuevas relaciones de fuerza entre economías, entre culturas, entre Estados, nuevas formas de hegemonía, modos inéditos de gobernanza de las sociedades contemporáneas y del planeta” (Mattelart, 2006).
En lo que puede definirse como la profundización de un paradigma comunicacional autoritario, las empresas propietarias de medios tienden a concentrar o fusionar sus actividades, para mantener y asegurar la posición dominante en el mercado. En adelante, será el poder financiero, y los valores culturales o democráticos, los que impondrán las pautas de la comunicación social.
De esta forma, sostiene Guinsburg (2001), queda “relegada la esencia de la educación, el entretenimiento y la información por la conversión del ciudadano en consumidor. La política, por su parte, queda relegada a la oferta publicitaria. Esta fenomenología se centra en la cruenta ocupación del espacio de la comunicación social por grupos económicos de actividad diversificada en negocios de diferente índole”.
Mastrini y Becerra (2006) analizan, precisamente, la estructura de este sistema y las interrelaciones comerciales entre sus protagonistas, estableciendo tres niveles de participación:

En el primer nivel, se ubican los principales grupos transnacionales, como General Electric, AT&T, Disney, Time Warner, Sony, News Corp., Viacom, Seagram y Bertelsmann. A partir del mercado estadounidense, estas compañías han desarrollado redes globales que les permiten operar “con todo el planeta como mercado y cuyas cotas de penetración en las diferentes regiones y países encuentran pocas barreras”.
En el segundo nivel, se agrupan a cerca de 50 grandes grupos con sede en Europa, Estados Unidos o Japón, cuyas operaciones se verifican a escala regional (entre varios estados). Entre estos se encuentran: Dow Jones, Comcast, The New York Times, The Washington Post, Hearst, McGraw Hill, CBS, Times-Mirror, Reader’s Digest, Pearson, Kirch, Havas, Mediaset, Hachette, Canal+, Prisa y Reuters. Los autores consideran que dichos grupos son “el núcleo dinámico del sistema global, pues establecen relaciones con los aproximadamente diez primeros, que se encuentran en posición dominante, y permiten traducir las estrategias de los más grandes a los entornos regionales más apetecibles como nichos de mercado, pues constituyen áreas geográficas centrales por los ingresos de los consumidores allí radicados”.
El tercer nivel está conformado por unas 90 corporaciones líderes de mercados subregionales y regionales, entre las que se cuentan las más importantes empresas latinoamericanas. Mastrini y Becerra señalan que “estos actores poderosos en la región antes estaban más supeditados a las tradiciones y condiciones locales y nacionales que ahora”, cuando sus vínculos con las transnacionales son más estrechos y, sobre todo, condicionados desde una perspectiva financiera.

Esta última observación remite a uno de los debates más polémicos en el ámbito de los estudios de la comunicación y la cultura, y de las relaciones entre el Primer y el Tercer Mundo: la acción de las empresas transnacionales no solo como movilizadoras de capitales y tecnologías, sino como agentes capaces de “modificar la orientación sociocultural de toda la sociedad” (UNESCO, 1980), dada su enorme influencia sobre los aparatos de producción económica y simbólica.

2. Distribución de la propiedad de los medios en América Latina.

En el latifundio mediático latinoamericano, los altos índices de concentración hallados en las investigaciones más recientes, más allá de dar cuenta del nuevo orden de la información propiciado por las reformas neoliberales, expresan también la consolidación de un proceso histórico de identificación y asociación de los medios con los sectores y grupos hegemónicos de la región.
A diferencia del modelo que promovió el Informe Macbride, que abogaba por “el establecimiento de un nuevo sistema [de comunicaciones] basado en el principio de igualdad de derechos, la independencia y el libre desarrollo de los pueblos” (UNESCO, 1980), como condición para proteger la diversidad cultural y democratizar los flujos mundiales de información; el sistema global vigente, sobre la base de la desregulación, debilita la tutela del Estado y fortalece el poder del mercado y los actores privados, que asumen el control de la propiedad de los medios y las nuevas tecnologías (Herman y McChesney, 1999; y Mattelart, 2003).
Autoritarismo y subordinación, primacía del interés comercial sobre el servicio público, negación de las posibilidades de democratización: son todas relaciones características de la vida en el latifundio, también presentes en el actual modelo liberal competitivo de la comunicación, y que recorren transversalmente la historia del desarrollo de los medios y sus formas de propiedad en América Latina (Sánchez Ruiz, 1994).

2.1. Un balance histórico de la concentración.

La biografía de los problemas vinculados a la concentración de los medios puede ser narrada desde dos dimensiones: una geográfica, como se observó en la década de 1960, donde la centralización de la producción, distribución y consumo cultural en los grandes centros urbanos, provocó la marginación de extensos territorios, en cuanto al acceso a la televisión, la radio, la prensa escrita y los circuitos cinematográficos. Mastrini y Becerra (2006) concluyen que, en esta situación, “la diversidad cultural de los países de la región se vio reducida en muchos casos a la visión de las elites capitalinas (…) La propiedad de los medios de comunicación en manos de los grupos hegemónicos dificultaba la aparición en los medios de voces que cuestionaran las estructuras sociales vigentes”.
Los problemas asociados a la dimensión económica son más visibles a partir de los años 1990, cuando la internacionalización de los mercados prepara el terreno para la conformación de grupos de comunicación hegemónicos a escala regional, como los ya citados Televisa, Cisneros, Globo y Clarín, donde la expresión de las voces disidentes serán aún más difícil.
Estos grupos responderán a una lógica idéntica a la de los consorcios globales: la convergencia de actividades comunicacionales (telecomunicaciones, informática, industria gráfica), la participación en otras áreas de la industria y el comercio, y la intensificación de economías de escala. Pero, además, establecerán negocios cruzados entre sí y con los principales grupos a nivel mundial.
Tales alianzas, en criterio de Mastrini y Becerra (2003), proveen beneficios a ambas partes: los grupos regionales fortalecen su capacidad financiera, e incorporan nuevos contenidos y tecnología; en tanto que los grandes consorcios planetarios reducen el riesgo de inversión en nuevos mercados, aprovechando la capacidad instalada y “los contactos y la influencia política, en el sentido más amplio, que los grupos locales y regionales han venido desarrollando históricamente en su contexto”.
Sin embargo, en este intercambio, el sistema de medios global encuentra interlocutores que, como las principales empresas latinoamericanas, “complementan y vigorizan la estructura de dominancia ejercida por los principales grupos del planeta” (Mastrini y Becerra, 2003).

2.2. Los terratenientes de la comunicación.

Las investigaciones de Mastrini y Becerra (2003 y 2006) constituyen uno de los más completos y minuciosos trabajos de análisis sobre la concentración de los medios en América Latina. Sus hallazgos permiten trazar el retrato de la realidad de la región, en términos del control de la comunicación social por unos cuantos, pero poderosos, grupos y sus empresas subsidiarias.
Una breve caracterización de estos conglomerados, a partir de los datos recabados por ambos autores, comprueba la gama de negocios que han desarrollado, los sectores estratégicos en que incursionan y el tipo de relación que mantienen con empresas similares, a nivel mundial y regional:

Televisa (México): dispone de más de 300 estaciones de televisión en México, de las que recibe el 60% de sus ingresos. Su producción televisiva, al año 2003, alcanzaba más de 50.000 horas anuales. Tiene participación accionaria en la cadena de televisión hispana Univisión, una de las más destacadas en los Estados Unidos. Además, controla el 51% de la empresa Cablevisión, el segundo operador por cable del país (más de 500 mil abonados), y el 60% de Innova, controladora de la señal de DTH Sky (25.000 suscriptores). Mantiene acuerdos comerciales con el empresario Carlos Slim, el hombre más rico de América Latina y propietario de la telefonía básica mexicana Telmex.
Grupo Cisneros (Venezuela): pertenece a un holding industrial con múltiples inversiones (no solo en industrias culturales), y con ingresos anuales de más de $4.000 millones de dólares. Se ha expandido en el control de estaciones de televisión en América Latina, con participación en estaciones en Chilevisión (Chile), Caracol (Colombia), la Caribean Communication Company (Caribe) y Venevisión (Venezuela). Estas operaciones son financiadas mediante el fondo de inversión Ibero-American Media Partners, junto al fondo financiero norteamericano Hicks, Muse, Tate & Furst. El Grupo Cisneros es el mayor accionista de la cadena hispana Univisión y de Galavisión, ambas en Estados Unidos. Es socio de la televisión prepago DirecTV Latin America. Con la estadounidense America On Line, desarrolla AOL Latin América, uno de los principales proveedores de Internet de la región latinoamericana.
Globo (Brasil): este grupo produce anualmente más de 4.400 horas de contenidos televisivos, para el consumo del mercado local y para la exportación al resto del mundo. Es propietario la principal red brasileña de TV por cable, Globocabo (Microsoft es propietaria del 15%); del diario O’Globo, y participa en la operadora de televisión satelital SkyLA. Es propietario de compañías de radio, comunicaciones satelitales y de telecomunicaciones. Desarrolla proyectos para dar acceso a Internet a través de la TV por cable, mendiate sus 25 mil kilómetros de tendido de red.
Grupo Clarín (Argentina): editor del diario El Clarín y propietaria de Radio Mitre, una de las de mayor audiencia de Buenos Aires. En el negocio de la televisión, es dueño de Canal 13 y de la empresa de TV por cable Multicanal (con más de 1,5 millones de abonados). Incursionó en el negocio de las telecomunicaciones con la Compañía de Teléfonos del Interior (CTI), y en la televisión satelital a través de DirecTV Latin America. El 18% de las acciones del Grupo Clarín pertenecen al banco estadounidense Goldman Sachs.

Pese a la aparente fortaleza de estos grupos, y la solidez de sus actividades comerciales, recientemente los grupos Clarín y Globo convocaron a una asamblea de acreedores, para buscar soluciones a sus problemas financieros. Mastrini y Becerra (2006) señalan aquí otra de las paradojas de la economía globalizada: “para poder insertarse en el mercado mundial, estos poderosos actores debieron asumir importantes deudas, que en el presente les resulta muy dificultoso saldar. Sin embargo, todos los empresarios señalan que no tenían otra alternativa que encarar el proceso de crecimiento para no verse absorbidos por grupos internacionales más grandes”.
Es decir, el latifundio mediático de América Latina se inserta subordinadamente dentro de un latifundio de mayores proporciones. Concentración y dependencia, como tantas otras veces en la historia del continente, se encuentran aquí también para dibujar otra faceta de la globalización.

3. Amenazas para la diversidad cultural.

Para el caso específico de la cultura en América Latina, la UNESCO (1995) ha descrito con exactitud lo que representa la relación desigual entre nuestros países y el poder de las transnacionales de la comunicación: “una globalización absorbente (…) desplaza de la actividad a empresarios y editores nacionales apegados cuando menos a las tradiciones culturales de sus respectivos países, con amor a la lengua y a las ideas de la integración latinoamericana y del iberoamericanismo. Y como globalidad y concentración significan también engarce y desposesión por parte de los grandes centros y sedes monopólicos, en buena medida el fenómeno puede conducir a una cierta, y en algunos casos segura, desnacionalización”.
El desplazamiento no obedece únicamente a las asimetrías económicas que, en un esquema de libre mercado, colocan en desventaja a los más débiles. Los intereses de los defensores del status quo comunicacional (reflejo de un orden político, social y económico), conspiran contra los empeños –individuales y colectivos- por alcanzar una auténtica democratización de la cultura.
En estos años de triunfo neoliberal, reflexiona Colussi (2005), la información y la comunicación se han convertido en el más poderoso medio de sujeción de las poblaciones por parte de las elites: “la producción cultural actual, en vez de ser liberadora de la humanidad, dentro de los parámetros con que viene desplegándose en forma creciente no sólo es un fabuloso negocio monopolizado, sino que se ha transformado en una poderosa arma de control social uniformando sociedades e imponiendo un discurso único, favorable obviamente a los cada vez más reconcentrados grupos de poder”.
En un sentido similar, Anderson (1999) sostiene que “el alto grado de concentración de la propiedad de los medios, en manos de las elites económicas y políticas, han clausurado hasta ahora las opciones de un desarrollo más democrático”, lo que revela la dificultad de las clases hegemónicas regionales “para articular un modelo de acumulación que integre al conjunto de las sociedades”.
Tal y como lo advierten la Relatoría de la Libertad de Expresión de la OEA y la UNESCO, e incluso algunos manifiestos de la sociedad civil durante la Cumbre de la Sociedad de la Información, efectuada en Ginebra en el 2003, la concentración es un fenómeno que amenaza el derecho de los individuos y los pueblos a promover, proteger su identidad y buscar caminos propios para su desarrollo cultural.
En este punto, Sánchez Ruiz (2006) establece una relación directa entre la posibilidad de hacer uso y de tener acceso a una pluralidad de fuentes de información y comunicación, y la expresión de las formas de vida y manifestaciones de creatividad “con las que los seres humanos producimos sentido, significamos el mundo, lo entendemos y lo proyectamos para las generaciones venideras”.
Las limitaciones a la expresión de la diversidad, asociadas a la dependencia de los países latinoamericanos de los productos de la cultura de masas provenientes de Estados Unidos, y en menor medida de Europa, y de los flujos de intercambio financiero y comunicacional globales, están provocando problemas de invisibilidad social y exclusión en nuestras sociedades.

En el informe Medios de Comunicación y la Democracia en América Latina y el Caribe, la UNESCO (1995) analizó el tema de la visibilidad y la representación de los grupos de población más vulnerables, y estableció lo siguiente:

En los medios de comunicación latinoamericanos “las voces de las mujeres y las minorías son solo tenues murmullos (…). Las palabras relativas a las mujeres y las minorías marcan un contexto en que el murmullo es significativo: marginado, invisible, desposeído, empobrecido”.
Hay acuerdo en que la cobertura de temas de interés para la mujer (desempleo, subempleo, educación, mortalidad femenina causada por el aborto, discriminación) ha mejorado en los últimos años. Sin embargo, “no hay consenso acerca de si ha ocurrido lo propio con la cobertura de los temas de interés para las minorías”.
Los pueblos indígenas, que sobreviven “en los márgenes de la sociedad y en la pobreza”, comparten preocupaciones con otros grupos en temas como el desempleo, la educación y la salud, pero además “tienen urgentes problemas acerca de su identidad y la preservación de valores multiculturales, multilingues y multiétnicos”. Estos intereses, de acuerdo con el informe, permanecen silenciados en los medios de comunicación hegemónicos.
El idioma de los indígenas, cuya población en América Latina se estima en más 40 millones de personas, y la ausencia de opciones de medios para estos grupos plantea un serio desafío para la democracia y la protección de su especificidad cultural: “si un 35% de la población no conoce el español y si toda la información se difunde en español, ese 35% está excluido de la participación en la sociedad”.
Los latinoamericanos negros “son poblaciones ‘ocultas’, postergadas por sus gobiernos, aisladas del público y desconectadas de los negros residentes en otros lugares”.

Según Sánchez Ruiz (2006), algo similar ocurre “en términos de la función referencial de los medios, es decir, las visibilidades de quienes se presentan (en los géneros informativos), o quienes se representan (en los géneros de ficción) a través de los mensajes mediáticos”.
Distintas investigaciones realizadas a nivel mundial (incluyendo muestras latinoamericanas) para determinar quién figura en las noticias, confirman que “las mujeres siguen siendo el género sexual con menor visibilidad, a pesar de claros avances logrados durante los últimos decenios (…), tienden a aparecer en un segundo plano, además de que la propia desigualdad de género no se considera de interés noticioso. Igual pasa con etnias/razas, movimientos sociales, profesiones, y otras categorías sociales” (Sánchez Ruiz, 2006).
El sistema de medios de comunicación concentrados en América Latina, con sus mecanismos de organización simbólica de las relaciones sociales, parece constreñir las posibilidades de participación ciudadana efectiva y las garantías de que los puntos de vista de todos los sectores y grupos puedan hacerse oír en la sociedad, bajo una premisa que refleja el autoritarismo de la estructura oligopólica: “Lo que ‘existe’ en los medios no es tan diverso como el mundo real” (Sánchez Ruiz, 2006).

4. La democracia mediática: una democracia limitada

En condiciones ideales, los medios de comunicación posibilitarían la participación informada de los ciudadanos y ciudadanas, con igualdad de derechos, en cada uno de los supuestos que dan sustento a un sistema democrático: el conocimiento de las normas, el control sobre la arbitrariedad, la libre difusión de las ideas y de información alternativa (de manera que, eventualmente, las minorías puedan convertirse en mayoría), el sufragio, la publicidad de los actos administrativos, entre otros.
Sin embargo, este vínculo no se traduce, necesariamente, en consecuencias positivas per se, y mucho menos cuando la propiedad de los medios se concentra en cuatro grupos empresariales hegemónicos. Como explica Spellegrini (1991), el aporte de los medios a la vida democrática dependerá de cuánto contribuyan “efectivamente al equilibrio y distribución del poder. De otro modo, pueden destruir la democracia o al menos significativamente no contribuir a ella”.

Esta autora señala que la acción polarizada o ideologizada de algunos medios puede llevar a que la sociedad se disuelva en compartimentos estancos, que no se interrelacionan ni siquiera para iniciar una discusión entre sus respectivas proposiciones. Un riesgo que es particularmente alto en aquellos países con regímenes democráticos que no están consolidados, y donde “el poder político convierte a los medios en simples extensiones de su función, o voceros de sus propios postulados” (Spellegrini, 1991).
En el contexto y complejidad de la globalización neoliberal, las sociedades latinoamericanas no han logrado establecer, en su praxis de la democracia, más allá de las formas y convenciones, una separación absoluta entre quienes representan los poderes institucionales y los poderes fácticos. Así, según lo describe Navarro Zamora (2005), “el poder real suele residir en instituciones a las que las normas asignan otras funciones o en grupos que no forman parte del orden político-institucional (familias tradicionales, grupos económicos y otros). Ante este divorcio se presenta un desconocimiento a los poderes decretados y en muchas ocasiones un descontento absoluto a los reales. En estos poderes reales hemos ubicado al poder mediático”.
Este poder mediático emerge y se consolida a partir del diálogo entre el poder político y el poder económico (no siempre en ejercicio formal de la autoridad, valga decirlo) que, en criterio del sociólogo español Alberto Moncada (citado por Guinsburg, 2001), están implicados “corporativamente en que la democracia siga siendo manipulada desde arriba”.
De tal suerte, la relación simbiótica entre medios de comunicación y poder político-económico en América Latina, conduce a lo que Guinsburg (2001) llama la democracia mediática que, a partir de la concentración de la propiedad de los medios y el manejo de la pauta publicitaria, opera en función de los negocios de los sectores vinculados a los poderes fácticos. Navarro Zamora (2005) considera que esta alianza les otorga a los empresarios de la comunicación “gran capacidad de generar opinión, determinar temas de agenda e incidir sobre la imagen pública de los funcionarios, partidos políticos e instituciones”.
Una consecuencia inmediata de este asalto al poder institucional por parte de algunos medios y grupos con pretensiones hegemónicas, es que los ciudadanos y ciudadanas no se vinculan a un proceso pleno y efectivo de discusión pública; al mismo tiempo, los representantes políticos en los parlamentos asisten a la discusión de temas que ya han sido resueltos previamente a nivel mediático. Spellegrini (1991) identifica aquí una grave amenaza, porque “esta opinión pública simulada puede asemejarse más a una especie de absolutismo ilustrado que a un estado de derecho social y democrático”.
Un ejemplo paradigmático permite ilustrar y contextualizar esta problemática. Se trata de la forma en que los cinco principales canales de televisión privados de Venezuela (Venevisión, Radio Caracas Televisión, Globovisión, Televen y CMT) y nueve de los diez grandes diarios nacionales (entre ellos El Universal, El Nacional, Tal Cual, El Impulso, El Nuevo País y El Mundo), se involucraron en el golpe de Estado contra el Presidente Hugo Chávez, el 11 de abril de 2002, prestando sus servicios a la difusión de información sesgada o manipulada.
Luis Bilbao (2002), periodista de Le Monde Diplomatique, considera que “los medios de comunicación en Venezuela dejaron de reflejar e interpretar los acontecimientos para pasar a diseñarlos según su voluntad, imponerlos como realidad virtual y luego conducirlos. La osada operación ha fallado. Pero deja hondas y peligrosas heridas en la sociedad venezolana e inaugura una fase singular de la lucha política, más allá de aquel país y del presidente Hugo Chávez (…)”.

5. En los linderos del latifundio, se gestan las alternativas.

En su comentario al Informe Macbride, Gabriel García Márquez, miembro de la Comisión Internacional sobre Problemas de la Comunicación, dijo: “Unas estructuras más democráticas de comunicación constituyen una exigencia nacional e internacional para los pueblos de todo el mundo (…). La quiebra del poder concentrado en las manos de los intereses comerciales o burocráticos es un imperativo universal, y reviste una importancia especialmente crucial para los países del Tercer Mundo” (UNESCO, 1980).
¿Cómo avanzar hacia este objetivo? El periodista uruguayo Aram Aharonian (2005), director de la cadena TELESUR, señala una ruta: “comenzar a desalambrar los latifundios mediáticos latinoamericanos” (el resaltado no es del original).
La metáfora del desalambrado es más que una sugestiva construcción retórica: constituye una exigencia ética para posibilitar un desarrollo democrático, con justicia social, tolerancia, pluralidad y equidad en la región, en especial ante el vertiginoso avance de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación en el contexto de la globalización neoliberal.
Las dos realidades del latifundio mediático han sido descritas por UNESCO (1995) como la convivencia de dos polos en América Latina: “en uno, la gran concentración de los medios que disponen de las tecnologías; en el otro, la proliferación de los medios regionales –que con sus limitaciones resultan propiciadores del pluralismo y la democratización- y de pequeños medios comunitarios, alternativos y populares”.
Justamente es desde este último polo, ese que subsiste marginalmente en los linderos de la estructura oligopólica de la propiedad de los medios, y por encima de las abrumadoras diferencias materiales, donde se están gestando importantes transformaciones políticas y culturales en la esfera de la comunicación social.
Desde la sociedad civil, un vigoroso movimiento de radios comunitarias crece, especialmente, en el cono Sur del continente y en México; en la Internet, se multiplican los periódicos, revistas, radioemisoras alternativas en línea y otros foros interactivos, que articulando una amplia y representativa red de comunicación y resistencia entre los movimientos sociales latinoamericanos, “proporcionando voz a millones de personas que hasta ahora carecían de ella” (UNESCO, 1995). Además, se consolidan organizaciones de comunicación regionales como ALER, ALAI, OCLACC, AMARC, WACC-Al (Mattelart, 2006).
Por su parte, algunos Estados recuperan, poco a poco, los espacios que fueron obligados a abandonar por la aplicación de las políticas del Consenso de Washington. Dos importantes y ambiciosos proyectos, que pretenden contribuir a la integración regional y al rescate de la memoria histórica, las tradiciones y la cultura latinoamericanas, ya se han puesto en marcha: la cadena TELESUR, financiada por los gobiernos de Argentina, Cuba, Venezuela y Uruguay; y la Televisión del Sur, que promueve el gobierno de Lula da Silva en Brasil, para el fortalecimiento del MERCOSUR.
Del mismo modo, parece existir consenso en torno a la necesidad de establecer instrumentos legales que permitan controlar los procesos de concentración y fomenten el pluralismo y la diversidad de opiniones y culturas. Por ejemplo, la UNESCO (1980) y la OEA (2004) llaman la atención de sus Estados miembros para que adopten medidas jurídicas eficaces, congruentes con la doctrina de los Derechos Humanos, para limitar las prácticas monopólicas y oligopólicas en la propiedad de los medios; reducir la influencia de la publicidad sobre la política de redacción y los programas de radiodifusión; establecer directrices que planteen criterios de balance entre la eficiencia de los mercados de la comunicación y la pluralidad de la información; y, en definitiva, que estimulen el desarrollo de nuevos emprendimientos, de carácter ciudadano, independiente, o autónomo de los principales grupos productores y distribuidores de contenidos mediáticos.
Esta diversidad de propietarios y contenidos, consideran Mastrini y Becerra (2006) debe quedar reflejada en todos los niveles relevantes, para asegurar que “los medios de comunicación permitan la expresión del conjunto de las opiniones políticas y no sólo de aquellas afines a los intereses de los propietarios; (…) que las diferentes culturas presentes en un país o región encuentren un canal de comunicación [y reflejen] la diversidad, que es consustancial a toda sociedad moderna (…); [y para que] las minorías lingüísticas puedan expresarse y recibir información y programas en su lengua”.
Las consideraciones expuestas adoptan, cada vez más, la forma de exigencias insoslayables para que la democracia no acabe en la emisión periódica del sufragio, sino que, por el contrario, asuma en las sociedades latinoamericanas su condición ideal de proceso continuo de ejercicio y repartición del poder, de modo de vida “que tiene que estar profundamente arraigada en los patrones culturales que se producen y reproducen en la vida cotidiana, en la familia, la escuela, el trabajo, los medios de difusión, y otros lugares de las esferas pública y privada” (Sánchez Ruiz, 1994).
En el reverso de la imagen de América Latina como “inmensa provincia del subdesarrollo”, afirma Beneddetti (1987), hay también una historia “evidente e inconfundible: la que se escribe con hechos, con batallas, con trabajo, con dependencias y liberaciones”. En el ámbito de las comunicaciones sociales, nuestros países tienen todavía una historia de liberación pendiente de escribir.




FUENTES CONSULTADAS

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